Recorrieron cada rincón del barrio buscando todo metal que se pudiera reciclar. Colocaron cada pedacito de la mejor forma. Un día amaneció levantada aquella armazón que en la arquitectura no tiene clasificación. Un techo apoyado en cuatro paredes de metales oxidados, con grandes ventanas. Nunca pusieron anuncio de lo que allí funcionaría, pero se fue llenando de hombres, principalmente jóvenes y de mediana edad. Muy pocas mujeres.

Raras veces hay ruidos, la música baja y algún susurro de metales en uso. Con ellos aprendí a tomar el pulso a la ciudad, si en horas tempranas no había escuchado las noticias. La mayor algarabía se forma cuando el equipo Industriales confronta a otro; entonces todos son directores y peloteros.

A las 7:30 a.m. está abierta su entrada principal hasta el mediodía cuando toman un respiro pues el sol calienta sus paredes de latones. Todo vuelve a funcionar a partir de las 4:00 pm hasta que la noche llega.

Este lugar que no es bonito, sin embargo, tiene sus alrededores completamente limpios, es un punto de referencia para quienes viven en Alamar donde casi ninguna cuadra tiene nombre ni señalización vehicular. Baste decir “vivo por el gimnasio de la zona… y la respuesta será uno de los nombres de sus instructores ¡Mandi, Reyes o José!

Nunca he practicado deportes, no obstante, me gusta sentarme en la única silla que hay en la entrada y mirar la pasión con que practican en los diversos equipos hechos también con los hierros que recogieron por la costa o los alrededores de los edificios. Solo les deseo larga vida y que alguien con vista larga les proporcione materiales nuevos para que perdure este gimnasio hecho a voluntad.