Foto: Francisco Blanco

A la “seño” Clara no le hacía falta el aula para revelar su amor por el magisterio. Desde muy joven se adentró en la profesión a la que dedicó sus mejores energías. La recuerdo planeando clases, buscando láminas atractivas y cuanto detalle la ayudara a calzar los contenidos que impartía y mantener el interés de aquella muchachada del grado quinto, el que más le gustó trabajar, aunque conocía al dedillo la dinámica del resto de los niveles de primaria.

No había rutina en sus jornadas. Siempre encontraba la fórmula para lograr que estudiantes intranquilos y habladores prestaran atención. En ella podía aquilatarse la certeza de aquella frase capaz de comparar al buen maestro como un buen actor. “Primero debe captar la atención de su audiencia y entonces puede enseñar su lección”.

En más de una fiesta de fin de curso, o un Día del Educador, vi a no pocos alumnos junto a sus familiares demostrarles su aprecio y respeto. Y no precisamente con montones de regalos, sino con expresiones sentidas que, aunque nunca lo confesó, hacían posponer el retiro de aquella señora bajita, de rostro dulce y sonrisa cordial, quien en todas las escuelas donde laboró también fue admirada por sus compañeros de claustro. 

Llevaba en sí la vocación de enseñar y tuve el privilegio de sus lecciones. No las aprehendidas entre las paredes de una escuela, sino en la vida. Era mi tía, de quien jamás me faltaron, como al resto de los sobrinos de la familia y sus descendencias, consejos sobre honradez, buenas costumbres, decencia, respeto…

Habito la casa que le perteneció, donde permanecen bien resguardados su título de graduada, numerosos diplomas y medallas, libros de texto, el puntero y su regla preferida, y hasta una manta, regalo de aquel campesino entrado en años alfabetizado por ella, quien sobre una rústica tela, y con sus rudas manos, bordó: Gracias maestra Clara. Viva la Revolución.