Su imagen me remitía a los anuncios de la cerveza Cristal y a las emisiones nocturnas del Noticiero Nacional de la Televisión, pero nunca imaginé tenerlo frente a mí y menos ser su compañera de trabajo. Él me aconsejó visitar un logopeda porque como “buena oriental” no pronunciaba en toda su amplitud las eses. Por un tiempo presencié los ensayos de los noticieros y con él aprendí muchos detalles que aún me acompañan. Afable, pero implacable con la mala redacción, Manolo Ortega está entre los imprescindibles que La Habana me dio la posibilidad de conocer.
Ella tenía limitaciones en una pierna y aunque era conocida por su independencia, siempre alguien trataba de ayudarla, aunque erguida y con un brillo intenso en sus ojos claros rechazara el favor. Conversadora como la buena profesora que fue daba los mejores consejos: “No mires el reloj, que el olor te diga cómo se está guisando; echa la sal con los dedos; el conejo se cocina como el pollo”, Nitza Villapol, asidua de la peluquería del ICRT, propiciaba ricas charlas sobre recetas de comida.
Tomaba el ómnibus de la ruta de Guanabo en la parada frente al túnel a la salida de la ciudad. Alguien se levantaba y le daba el asiento. Solía ir a escribir al departamento de reporteros del NTV y cuando solo había una máquina de escribir nadie osaba levantarlo si él llegaba primero. Recuerdo que, ante cierta disputa, alerté sobre su presencia y él, a quien creíamos ajeno, se volteó y dijo: “no tengan pena, es la primera vez que escucho una bronca porque todos quieren trabajar”. Era el profesor Gustavo Doubuchet.
No nos conocíamos, pero tuve la suerte de estrecharle la mano. Un hombre corpulento, alegre, sabio: Noel González, ese que cambiaba corazones enfermos por sanos. Ese día quedó marcado en esta mujer que llegó a La Habana hace muchos años.
