Foto: Francisco Blanco

Desconocía cómo funcionaba un reloj. Solo intuyó que llegaba cuando el sol se iba poniendo y todas las tardes se sentaba frente a la puerta con un libro en las rodillas. Con los años he pensado que distinguía desde lejos el taconeo de mis zapatos y corría desde su apartamento, sin que la viera agazapada detrás del muro que cubría el pasillo y con una sonrisa de oreja a ore-ja me recibía. Me alegraba verle la cara de satisfacción, nunca imaginó que todos los días no estaba lista para su petición, pero no la decepcioné.

Era la primera en entrar, corría se sentaba en un sillón y abría su libro. “Hoy te voy a leer este cuento”.

No sabía leer una frase corrida, iba deletreando y yo con toda la paciencia del mundo la escuchaba. A veces paraba para mirarme si la atendía, sonreía al comprobar mi interés y seguía. Hoy confieso que yo cansada de trabajar me decía y ¿esto hasta cuándo será? Nunca le pregunté por qué me escogió para lo que ella llamaba leer. Lo cierto que las dos fuimos las más felices cuando supo leer de corrido, con entonación, paradas en los puntos y seguido o aparte y en las interrogaciones.

Un día me dije bueno ya sabe leer bien, tendré un descanso. Pero comenzaron las faltas de ortografía y sería la dueña de corregirlas. Y ahí tuvimos que firmar un acuerdo tácito, mi método era antiguo, no sabía nada de gramática moderna, pero ella dijo “No importa si escribo bien la maestra no sabrá cómo me ayudaste”.

Mi vecina se llama Yennifer, tal vez no recuerde los cuentos que, según ella, pequeñita, leía en la sala de mi casa, pero cuando el curso comienza y veo pasar a los chiquillos y chiquillas, la recuerdo y me digo, van camino a descubrir las letras. Ojalá alguno toque mi puerta para volver a escuchar el deletreo de un cuento.