
“Tengo un problema”, decía mi sobrino Arián, desde sus 5 años, un día que salíamos del Parque Zoológico de 26. Al preguntarle qué le preocupaba solo dijo: “mi abuela me pidió que le llevara la jirafa, pero no cabe en el carro”. La risa fue colectiva, pues además del tamaño de ese mamífero, ¿cómo colocaríamos el cuello?
Ese fue un día que marcó muchos recuerdos, pues minutos antes, por nuestro descuido su hermano Amir intentó darle un caramelo a un chimpancé pero la golosina cayó al suelo y el mono lo tomó por el pelo y lo unió contra la cerca. Todos quedamos en silencio, el animal nos miró o nosotros pensamos que lo hacía, con toda calma tomó su objetivo y lo soltó.
En estos días que salgo a la calle y veo a tantos niños con sus padres, con caras alegres sonrientes a veces con marcas de helados, sudorosos, con gorras, la piel roja, arena en la cara, vuelven a la memoria esos años de paseos con sobrinos y vecinos. Siento nostalgia, porque en La Habana hay tantos lugares por visitar que dos meses de vacaciones no alcanzan.
El verano está, como decimos, “bravo de verdad”, por eso llevaría a mis invitados al Castillo de la Real Fuerza a mirar las réplicas de las embarcaciones expuestas, les mostraría los cuadros de pintores cubanos en el Museo de Bellas Artes y no dejaría de ir al Museo de la Ciudad.
En estas remembranzas salen a flote las preguntas que a veces, por no decir siempre, sorprenden como el día que los ómnibus estaban difíciles y me inquirieron de que por qué no ponían barcos por el litoral para venir a La Habana Vieja. Salgo a la calle y veo muchas sonrisas y las disfruto como si llevara a un niño de las manos.