Tomás apenas llegaba a pasar de los ocho años cuando sus padres, abogados de profesión, lo llevaron a vivir a la Florida. Así lo explicó, mientras compartíamos un pan con timba, después de la odisea vivida en el casi naufragio del Blue wind, un pequeño velero tripulado por cuatro personas entre las cuales estaba este joven estudiante de ingeniería naval, en función de marinero de cubierta, junto a un expiloto de cazabombardero, veterano de la guerra de Estados Unidos contra Vietnam, su esposa: una bióloga que hacía de cocinera y un joven turista de origen inglés.
Durante más de siete horas enfrentamos la riesgosa operación de rescate bajo la embestida de un mar fuerza 4-5, que amenazaba con destruir la nave estadounidense, sostenida por dos áncoras y arrastrada hacia un cabezo de corales que habría pulverizado el casco de fibra de vidrio en solo minutos.
Pienso en aquella tarde, ya libres del peligro, en el puerto de Arroyos de Mantua. Conversábamos y compartíamos una comida caliente bajo el tranquilo chapoteo del agua en el muelle. Así supimos, por boca del veterano de guerra, de su arrepentimiento “por sabrá Dios cuántas muertes provocó”, en cada
raid de bombardeo. Aseguraba, al vernos tan jóvenes, que pocas veces había visto algo así: de sacrificar nuestras vidas por salvar las de ellos, cuando las circunstancias de la operación de salvamento ofrecía probabilidades solo determinada por nuestra entrega.
Al siguiente día visitaron una escuela primaria; mientras reparaban su nave. Tomás regresó impactado de nostalgia, tal vez de recordar su propia infancia. El joven inglés no paraba de hacer chistes, la bióloga aseguró que le habría gustado vivir en Cuba. El veterano confesó que no podía declarar nada relacionado con el salvamento en ningún medio de información de la Florida. Pero ofrecía su eterna gratitud a quienes habíamos mostrado una gran verdad que ocultaba el Gobierno de su país al pueblo norteamericano.
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