Foto: Tomada de Granma

Por estos días vuelve con mucho más fuerza el recuerdo de un extraordinario encuentro de los estudiantes de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, con Fidel y que marcó, también un día de octubre, pero de 1987, la vida de muchos de mis compañeros en una profesión, en espiral, que solo puede conducir (a través del tiempo y el espacio) en dos direcciones: hacia el futuro o el pasado.

Advierto que es mi criterio. Por supuesto, me atengo a lo que reitero, en modo personal bajo el título de este comentario para referirme al raro privilegio de participar en una reunión con el Comandante en Jefe, Fidel, en un amplio salón del Consejo de Estado. Corría la segunda mitad del mes de octubre de 1987 y experimenté uno de los hechos más extraordinarios que marcarían definitivamente mi existencia como ser humano y periodista.

Tampoco imaginé que al siguiente día formara parte de la Unión de Jóvenes Comunistas, a propuesta de Fidel. Antes, apenas tres años antes, había conocido los rigores de la vida en la frontera. Sobre una pequeña embarcación de 36 pies de eslora donde apenas teníamos el espacio y tiempo necesarios para mirar hacia un punto del horizonte: en aquella línea o detrás estaba Cuba. Otras veces, solo podíamos ver la flameante visión de sus contornos que se diluían en la medida que subía el sol, como si fuese un oasis. Otras, estábamos tan cerca que podíamos “olerla”. Por supuesto, era una fiesta cuando pisábamos tierra firme. Durante ese tiempo debo haber crecido y con mis recias botas de Guardafronteras estaba sentado en aquel salón del Consejo de Estado.

Aquella mañana la ciudad amaneció cubierta por una gruesa capa de nubes de un color plomizo que presagiaba la llegada de las primeras lluvias, en el comienzo de una temporada ciclónica activa. Sin embargo, bajo la amenaza del inminente aguacero, pequeños grupos de estudiantes, separados por una frecuencia de 3 a 5 minutos –como se nos había indicado- cruzamos la avenida 23, subiendo por la Avenida de los Presidentes (popularmente conocida por calle G), en dirección a la sede del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.

El día anterior, los estudiantes de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana desconocíamos que formaríamos parte de tan extraña e imperceptible caravana, aunque sí (excepto los alumnos extranjeros), recibimos la orientación de escribir (cada alumno) dos preguntas relacionadas con aquellos temas de interés político y social que nos inquietaban y la posibilidad de sostener una conversación con algunas de las principales figuras del Departamento Ideológico del Partido, en relación con el papel de la prensa cubana ante las difíciles condiciones que enfrentaba el país.

El movimiento de aquella “tropa” integrada por casi 300 estudiantes y profesores que al llegar a la sede del Comité Central, nos indicaron continuar al edificio del Consejo de Estado. Fue quizá uno de los traslados públicos de personas (sin emplear transporte) más bien organizados por los miembros de la Seguridad del Estado y Presidencial. Incluso, resultaba imperceptible para el observador más aguzado encontrar algo no común en el acostumbrado movimiento de estudiantes universitarios por esas calles del Vedado. Sobre todo, si estaba ajeno a la confirmación de un rumor que circulaba en nuestras aulas acerca de un posible encuentro con la dirección del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido, que ya no sería en un teatro de la capital (incluso se hizo referencia al de la CTC).

Incluso, por aquellos días, del otro lado del océano Atlántico, a 9 550 kilómetros (referencia de Moscú) -en cierta forma- se desataba la tormenta que amenazaba con hacer caer las banderas del Socialismo en la Unión Soviética. En realidad se dejaba entrever, como un extraño presagio de esa caída, en dos corrientes que hacían mirar con recelo a la Plaza Roja y la estabilidad del ejemplo soviético: La Perestroika y la Glasnov, las cuales habían trascendido más allá de las páginas de la revista Sputnik, el diario Pravda (en su versión al español) y otras como el semanario Novedades de Moscú, que podían adquirirse en los estanquillos de toda la Isla.

Desde entonces, hasta la fecha, he leído muchas mentiras sobre aquel encuentro hasta el punto de escuchar versiones que jamás se corresponderán con los sucesos de aquella jornada.

Sí recuerdo a Fidel, mirándonos de una forma tranquila, ecuánime. Así pasaron las horas. Largas horas en las cuales (finalmente) algunos pudimos intervenir. Pedimos a Fidel que nos explicara la situación que se vivía en la entonces Unión Soviética y qué podía pasar.

Fidel nos aseguró con un tono de voz grave, pero seguro: “Mañana podemos amanecer con la noticia de que la Unión Soviética ha desaparecido y con ella muchos de los planes, programas y convenios de colaboración establecidos por nuestro país”. Fue el momento en que nos alertó de que debíamos estar mejor preparados para si llegara ese momento. Advirtió que viviríamos años difíciles y la amenaza de agresión por parte del gobierno de los Estados Unidos, cebaría sus esperanzas de destruirnos con el recrudecimiento del bloqueo impuesto (oficialmente) desde principios de 1962.

Personalmente, como muchos estudiantes universitarios, participaba en las jornadas voluntarias para la construcción de círculos infantiles y policlínicos, en la capital; pero reconozco (y no estoy obligado a decirlo) que, a pesar de mi presencia sistemática, no alcanzaba las horas voluntarias que hizo el Comandante en Jefe, quien -después de duras jornadas de trabajo en relación con la dirección del Estado cubano- realizaba estas duras faenas, junto al pueblo.

Aquella tarde preguntó quién de nosotros salía después del turno de clases y cooperaba en una de esas construcciones. También (después) charló un poco más animado y recordó que, por su responsabilidad, no podía hacer muchas de las cosas que hacíamos los estudiantes: ir a la playa, a un cine o sencillamente caminar por una calle (como el malecón habanero) o pararse en una esquina.

Considero, aún, que ocurrieron hechos precedentes capaces de estimular un encuentro entre la alta dirección del Estado cubano y los estudiantes de la Facultad de Periodismo.

Se suponía (en mi criterio) que la selección de estos jóvenes (futuros periodistas) posibilitaría abordar, con una mentalidad desprejuiciada y fresca, asuntos que podrían aportar valiosas ideas en relación con la línea trazada por la Revolución. Era realmente una oportunidad, no solo para hablar de los posibles errores (reitero, y que además toda obra humana se puede corregir). Podíamos aportar ideas, argumentos.

Alguien escribiría (desde El Nuevo Herald, en Miami), veinte años después: “Me gustaría conservar esa filmación del 26 de octubre de 1987 como un colosal testimonio de manipulación política, acaso de utilidad para comprender una etapa cubana poco estudiada y menos entendida. Pero también para preservar en imágenes los comportamientos de una generación que transitó agitadamente del idealismo al descreimiento. Fue una batalla campal de más de 12 horas en un salón de actos del Consejo de Estado”.

Respondo que: No fue, realmente, una batalla campal. No hubo, tampoco, dos bandos. Solo las voces de quienes aprovecharon el momento para hablar “en nombre de todos” y, por supuesto, (sin nadie mediar y presionar) fueron silenciadas por los argumentos irrebatibles de Fidel. Eso fue lo que ocurrió. Soy testigo de aquellos hechos. También es posible que esas grabaciones existan. Como muchas otras reuniones, de interés de Estado (en cualquier país) no son de la incumbencia pública.

Por supuesto, algunos de mis compañeros cruzaron la línea que nos separa en el espacio y el tiempo. Hicieron el camino que escogieron, pero en mi caso cumplo lo prometido, aunque no como quisiera. Asumo el derecho a recordar que, una vez más, el Comandante en Jefe, Fidel demostró su capacidad de líder histórico de la Revolución. Supo y pudo mostrarnos el futuro; una virtud que es excepcional para aquellos que pueden viajar hacia ese espacio en el tiempo y regresar al presente para contarlo. 

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