Foto: Raúl San Miguel

Los observé y no pude resistir la tentación de acércame, casi de puntillas, para no romper el equinoccio de aquella noche cuando reunidos contaban sus fantasías los niños del barrio, bajo la mirada atenta de Nathalie, quien –desde entonces- asegura la participación en diferentes formas de estimular la imaginación de los infantes en la cuadra.

Por supuesto, no me vieron. El influjo de las imaginaciones que afloraban como un surtidor, en cada turno de exposición oral, resultaba un campo de gravitación que les estimulaba a contar, desde las mil maneras de decir, las viejas lecturas reunidas durante siglos en libros de papel.

Pensé que tal reunión de niñas y niños resultaba de un momento causal condicionado por la falta de otras motivaciones en las horas que preceden, después de las tareas escolares, el espacio en familia. Pero no, cada noche volvía a repetirse con nuevas variantes de juegos compartidos y, una vez más, la mirada atenta de la muchacha para corregir alguna expresión que dejara fuera de lugar la magia encontrada, lejos de los dispositivos móviles y, por supuesto, del mundo virtual donde permanecen sumergidos durante horas de videojuegos.

Mientras escribo contemplo mi propia vida corriendo afuera, bajo la lluvia de una primavera, entre las mariposas y las abejas. Imágenes que también fueron mías como las nubes que dibujaban mis sueños, mientras yacía tendido, panza arriba sobre la hierba.

Y pienso en lo bueno que resulta encontrar un espacio como el de Nathalie –casi un oasis en estos tiempos- donde los niños y niñas revolotean bajo el influjo de esta joven capaz de despertar todas las estaciones de los sueños entre estos infantes que serán adultos mejores porque el amor de la amistad forjada en la infancia suele dar puerto seguro para defender valores necesarios entre aquellos que, desde la inocencia, los comparten.

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