
Había salido de la nada, en el principio de los 90. Comenzó a “inventar” en el cómo salir adelante; mientras observaba a muchos enfrentar las necesidades que le darían el punto de referencia para realizar su propio negocio. Y logró, primero, establecer un referente de mercadeo subterráneo en el cual sus ventas le ofrecieron una cierta ganancia, que poco después se hacía más visible, a través el pregón callejero (gritado de esquina a esquina) hasta alcanzar la bonanza que le permitió entregar la oferta a la carta (puerta): con una “clientela decorosa, en las barriadas de cercas altas y mansiones restauradas”.
“Los propietarios”, así les gustaba llamarles a sus compradores porque sacaban el fajo de billetes y no andaban dando vueltas para ser generosos con un pago aderezado mediante la suculenta propina porque –él, como suministrador y, aquel, receptor de sus ilegales ventas- formaban parte de una cadena en la cual habían “establecido cátedra”, lejos de los controles de todo tipo, alentados por la posición alcanzada, sin romperse las pestañas (estudiar) e incluso ser dadivosos con los servicios a suministradores de todo tipo de recursos para fomentar sus negocios.
Así fue hasta que un día se colocó en la cima que aspiraba alcanzar y disfrutó de su mansión con piscina y cuanta bisutería exhibible le permitía gritar, a todos, su condición de “potentado”. Pero quería más: probar fortuna en otro lugar del mundo y cruzó varias fronteras, suficientes para descubrir que su “negocio” había sido, hacía mucho tiempo, inventado por otros que esquilmaron a millones y ahora lo convertían, a él, en uno más de los tantos en despertar del “sueño americano”.
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