Conocía cada pliegue de su piel. Vio aparecer durante años las nuevas arrugas en un rostro que no lograba envejecer; a pesar del tiempo. Cuando ella llegaba, él siempre se levantaba para saludarla y ella, cohibida nunca se atrevió a abrazarlo y besarlo como lo quería hacer. Sin embargo, nunca faltó a la cita y en un almanaque marcaba el día del nuevo encuentro.

En casa, decir Jorge Luis era tan común como hablar de un familiar. Toda la familia sabía que era el oncólogo de tumores periféricos quien, desde hacía diez años, había mantenido aquella piel sin manchas. A veces le decía: “Guajira, ¿quién te hubiera dicho que serías atendida en el mejor lugar del mundo?” y ella respondía: “Gracias a…”, y con una mano dibujaba en su rostro, con un gesto, una larga barba, y todos nos poníamos serios pues recordábamos a la abuela que siempre buscaba la mejor ave del corral cuando no tenía dinero para pagar al médico.

Pero un día todo cambió y aquel cáncer cansado de que le cerraran el camino decidió abrir una brecha en un órgano vital: el estómago y fue el doctor Luis Alcina quien tomara las riendas para enfrentar aquel mal que la llevaría, inexorablemente, al final del camino. No obstante, aquel hombre corpulento, agradable, sabedor de su profesión me dijo: “Será el final pero, haremos todo porque sea menos doloroso”, y así fue.

Y en medio de todo ese ir y venir al hospital oncológico de La Habana, y casi al final de su existencia, mamá dijo: “Tengo una nueva marca en la cara e inocente de todo lo que le invadía fuimos a hablar con Jorge Luis quien dijo “Sí, la pueden traer” y le hizo una cirugía como si fuera un artista trayendo sobre el lienzo el rostro de una musa. Entre él y Luis Alcina lograron que sobreviviera más allá de los cálculos preliminares.

Cuando escucho a alguien decir: “Mi médico es buenísimo”, sonrío. Cada cubano tiene un médico buenísimo, yo les hice la historia de los médicos de mi mamá y no puedo evitar aquel gesto de agradecimiento cuando dibujó sobre su rostro, una barba.

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