
Ella, glamorosa en todo su atuendo, combinaba la sensualidad virtuosa de cada línea bajo su piel -en una combinación elegante de blanco, zapatos carmesí, con el pañuelo de arabescos rojos anudado al cuello-, resaltaba dentro del viejo auto expuesto a dos horas de cautiverio bajo el implacable sol, en la extensa cola de la gasolinera. Él, sin dejar de soltar el volante, contrastaba por su corpulencia agreste y el rostro endurecido por la espera.
Sucedió: uno de los choferes intentó colocar su vehículo en una posición adelantada de la fila, más bien avanzada hasta situarse frente a la pista, cuando recibió una memorable llamada de atención de aquella dama que le conminaba a regresar al lugar de donde se había escurrido, casi al final de la fila. Y resultó tan convincente la firmeza de la demanda que todos hicieron un silencio tal que se podía escuchar la respiración del aludido.
Las apariencias engañan. En este caso no creo que haya sido el factor sorpresa, sino la dignidad con la cual se expresó la mujer para reclamar el derecho a que el respeto tuviera un curso justo en medio de un ambiente subido de calor.
Exigir y reclamar, no debe ser nunca sinónimo de violencia, especialmente cuando se comparten situaciones condicionadas por circunstancias ajenas a la voluntad de quienes responden por garantizar la sostenibilidad de cualquier servicio. Por supuesto, hacer frente a los que pretenden aprovechar el río revuelto debe ser una respuesta compartida, desde la razón y el compromiso del respeto a los demás.
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