Foto: Raúl San Miguel

El poderoso rugido de una moto de alta gama resulta más alarmante en la vía que el sonido del claxon de un camión de transporte privado (lleno de cornetas) o la reacción que provoca la sirena de una ambulancia o un auto policial. Sencillamente representa, para todos los usuarios de la vía, una señal de alto peligro que se acerca y luego vemos desplazarse en una maniobra temeraria de zigzag entre los vehículos que circulan por las avenidas y con una velocidad superior a los 180 kilómetros por hora.

Las motorinas, cada vez más potentes y variadas, con un desplazamiento que supera los 60 kilómetros por hora, tienen como elemento contrario a los sentidos del resto de los conductores, el silencio de estos ciclos eléctricos y que, además, en la mayoría de los casos, el comportamiento de sus tripulantes demuestra el desconocimiento de las regulaciones del tránsito vigentes.

Esto también las hace muy peligrosas, sobre todo
cuando se “escurren” buscando un lugar de puntera ante la detención del resto de los vehículos por la luz roja, sin tener en cuenta el momento que caen en el “punto ciego” de los carros de mayor porte como es el caso de los ómnibus articulados y camiones.

Tales desafíos convierten la vía pública en una verdadera jungla, como le llamó un colega en un necesario comentario. Salvo que estos choferes indolentes complementan las tensiones cuando aparecen los llamados almendrones, que han establecido un código vial diferente al actual: buscar clientes a toda costa y todo costo, aunque signifique violar los artículos disponibles para la seguridad vial como es la interferencia al cruzar delante de otro auto en marcha sin siquiera una advertencia de luces previa (lo cual no ofrece
derecho a la maniobra) y poniendo en peligro la vida de pasajeros y transeúntes.

Por supuesto, el letal comportamiento no es atribuible a todos los que conducen motorinas. Especialmente en las conductoras, a pesar de los estigmas machistas tradicionales.

Vea tambien:

Derecho a conocer y preguntar