Foto: Marcia Ríos

Tuve el privilegio de conocer una de las relaciones de amor más intensas que pueda recordar: la de mis padres. Muchas veces les escuché hablar, muy bajo, en aquellas noches durante las cuales permanecían despiertos en medio de la madeja de problemas que debían ser resueltos o iniciados en la siguiente jornada.

No podía entender de qué asunto referían con la certeza de recordarlo y encontrar la solución necesaria; pero sí imaginaba que por grandes no podrían ser un obstáculo cuando se describían en aquellas palabras pronunciadas en el suave tono del amor.

Jamás les vi (no lo reprocho) darse un beso en los labios con la intensidad de las caricias que iban y venían entre sus manos, abrigados bajo esa mirada aprobatoria tan imprescindible y necesaria.

Cuando mi padre no estuvo, físicamente más, fue nuestra madre quien se acercó, increíblemente crecida, y nos dijo: “Tienen que recordarlo como un amigo. Fue el primer y verdadero amigo de ustedes. No olviden nunca eso”.

Confieso que la palabra “amigo” no me resultó, al principio, como una referencia a mi propio padre. Con el
tiempo lo entendí. También comprendí que los hombres y mujeres que trascendieron a la vida pública han tenido, precisamente en una unión de amor, a sus más fervientes e imprescindibles colaboradora (e) s. No todos hemos tenido esa posibilidad de ser apoyados, en todos los momentos, de ser protegidos, de
ser pensados en cada segundo, de permanecer unidos, sin mediar la distancia, a través del espacio y el tiempo.

En mi caso, llevo conmigo ese “raro privilegio” de haber visto el rostro del amor.

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