Foto: Raúl San Miguel

“Lo siento, el mecánico tiene que esperar. Yo respeto el derecho a merendar de los demás, pero estoy en mi horario de merienda…”, sentenció la encargada del despacho de almacén con un acento intencionalmente marcado en cada palabra. Le observé desconcertado, mientras tuve la sensación de que el tiempo se comprimía en derredor.

Casi dos horas después y ante la insistencia de la solicitud para reponer la pieza accedió a escalar hacia el segundo piso –donde se encuentran los anaqueles– como si en cada paso marcara el ritmo de una marcha gloriosa (escúchese La Marsellesa). Ciento veinte minutos de irresponsable actitud; suficientes en su carga de energía negativa, aliento burocrático de la desidia; capaces de detener una reparación que pudo resolverse en solo una hora.

El mecánico masculló un pensamiento capaz de doblar el acero de sus llaves; sin embargo, decidió atravesar el vía crucis impuesto, tal si fuere la pesada cruz de asumir en silencio, de aceptar con surreal paciencia la fisura en la cadena de servicios de la cual forma parte.

Mientras agonizo bajo la impotencia causada por el recuerdo de aquella fatídica jornada, busqué frases, conceptos, ideas expuestas recientemente en diferentes reuniones desde las cuales se llama a reforzar las capacidades de producir, de servir, de crear escenarios favorables en los colectivos laborales…, pero solo pude retener la imagen de una antigua compañera de trabajo que ahora reside en Estados Unidos.

Sonreía desde la foto, mientras fumaba un cigarrillo que marcaba la hora de alejarse de la cadena fabril donde se gana el sustento. Sonreía, sí, con ese hálito de tristeza que suele surcar el rostro desde adentro y resultan imperceptibles las lágrimas desde afuera porque lloran el tiempo que perdimos dentro.

Vea también:

Un gesto que alegra el día