
En la batalla contra la COVID-19, los testimonios de pacientes y profesionales han definido etapas durante las cuales hemos observado una reducción significativa de los contagios a partir del incremento de personas vacunadas y esta vez la inmunización se extiende hacia las edades pediátricas con mucho énfasis sobre el nuevo escenario, donde aparecen las mayores cifras: las familias.
No se trata de culpar a quienes enferman, sino de evitar que se propague el virus en el interior de las viviendas porque fallan no solo mecanismos de autodefensa como el lavado de las manos, uso correcto del nasobuco, responsabilidad individual, entre otros; se observan deficiencias en el pesquisado, seguimiento y tratamiento médico a quienes permanecen en ingreso domiciliario por prescripción facultativa.

He recibido llamadas que corroboran lo anterior. Personas que, en más de una semana, no ha ido a verlas el médico de la familia, incluso pacientes diagnosticados como diabéticos e hipertensos. También –como una muestra del acompañamiento– otras llamadas llevan el agradecimiento por las visitas diarias sostenidas sobre la base de un seguimiento a la evolución de la persona contagiada y, sobre todo, comprobar si requiere de otro tipo de atención especializada de manera oportuna y eficaz.
Puedo asegurar que lo anterior es parte del protocolo establecido por el Ministerio de Salud Pública en función de evitar la elevada cantidad de ciudadanos que se reportan cada día afectados por el SARS-CoV-2. Estas vulnerabilidades marcan el derrotero en el cual se decide la posibilidad de evitar que la principal barrera de contención del Sistema de Salud primario tenga fisuras por las cuales también se pierden o
salvan vidas.
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