
La noticia tiene el impacto de una descarga eléctrica que sacude el cuerpo y lo recorre en todas las direcciones. En un instante, todo en derredor sobrepasa los límites de los sentidos y puedes
sentir cómo una avalancha de emociones contrapuestas terminan por destrozar el péndulo sobre
el cual la esperanza alimentó el último latido que mantuvo la vigilia compartida, del otro lado
del teléfono, a cientos de kilómetros de distancia.
El rostro del ser querido se difumina en medio del dolor pleno de espasmos que ahogan el sonido del llanto a punto de emerger como fuego de la garganta y convertirse en grito. El esfuerzo por retener la precipitación de un diagnóstico que presa giaba el fatal desenlace, signado por la variable más letal de la COVID-19.
De nada valen los esfuerzos de quienes suman a sus desvelos una lucha cuerpo a cuerpo contra el SARS-CoV-2, aquellos que se encargan de los suministros médicos y otros recursos, las intensas horas de los investigadores y científicos, mientras los números rojos dejan de ser cifras contenidas y gritan desde aquellos que perdieron la posibilidad de vencer la muerte.
La impotencia no es una deshonra cuando no se puede extender la mano para ayudar a quien se desprende de nuestro propio cuerpo y sabremos que nunca más escucharemos su voz y su risa. Tampoco es un aliciente para mantener el silencio atroz que nos envuelve después que escuchamos lo inverosímil de una pérdida y no tenemos otro camino que luchar por evitar otras luctuosas partidas en momentos donde el concepto de familia no incluye solo aquel donde los genes establecen la biológica correspondencia, sino de todos los que habitamos esta ciudad y batallamos por controlar la pandemia.
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