
Cada jornada fluye en La Habana como si, definitivamente, no tuvieran efecto las regulaciones sanitarias vigentes para enfrentar la COVID-19.
En cualquier arteria de la capital, la confluencia de transeúntes advierte la omisión del distanciamiento físico, el uso correcto del nasobuco y la ausencia de pasos podálicos en centros comerciales que, en
el mejor de los casos, resulta prácticamente obsoleta su presencia en forma de un pedazo de saco donde no es perceptible siquiera la sombra de la solución clorada.
No resulta eventual que poco más de las cifras de personas declaradas positivas a la COVID-19, a nivel nacional, correspondan a este territorio en el cual no logramos reducir los números rojos por debajo de las alarmas en ninguno de los 15 municipios; a pesar de los esfuerzos y desvelos de cientos de personas –por ejemplo– involucradas en la tarea de realizar los controles, establecer las estrategias de enfrentamiento (Consejos de Defensa Provincial y Municipales); mientras los científicos establecen jornadas que “destrozan” la barrera de las 24 horas de labor intensiva en la búsqueda de candidatos vacunales (Fase III, algunos) para realizar la inmunización de los ciudadanos del país contra el SARS-CoV-2.
La responsabilidad individual, como nunca antes, resulta el antídoto preciso. En cierta manera, la presencia letal de la COVID-19 ha cambiado para siempre nuestras vidas. Sus consecuencias, desde el punto de vista social y psicológico, dejan cicatrices en la memoria. El alejamiento de los niños, adolescentes y jóvenes de los centros educacionales, provoca situaciones que también dejan huellas en un extenso período durante el cual hemos visto el dolor de familias provocado por la pérdida de un allegado que arrebata la muerte, mientras el peligro nos acecha en el próximo descuido.
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