La COVID-19 nos ha hecho meditar en que todas las enfermedades implican un peligro real de muerte, pero, nada más horroroso, frustrante y duro para el corazón, que una enfermedad donde no podamos ver a nuestros seres queridos y mucho menos despedirnos de ellos.

Desde los primeros instantes estamos separados de quienes amamos: padres, hijos, familia en general, y quizás sin el consuelo de que nos vuelvan a tomar la mano, dar un abrazo y decir adiós.

Por eso esta enfermedad es la más cruel de todas, la que nos deja desarmados, sí, con certeza rodeados de aquellos esforzados médicos que dan su mejor aporte cada día; pero sin nuestros cariños reales.

Por eso hay que cuidarse mucho, en cada momento, cumplir con todo; que el hacer una compra, que se sabe necesaria, pero, pensemos, no tan imprescindible, no logre arrebatarnos la vida con un virus que además de poder quitarte el oxígeno, provoca ese temor exacerbado, debido al vacío terrible del alma.

Foto: Escambray

Solo recapacitemos bien en esa soledad de quien va a morir sin ver una última vez a sus seres amados.

Porque están los negligentes, quienes piensan que no es nada y la consideran como una gripe; o aquellos que displicentemente van por las calles con el nasobuco de corbata o mal colocado, o pretenden prescindir de él y se tiran, literalmente, sobre otros en la desesperación de una cola en alguna tienda, posiblemente para lucrar con ello. Todos ellos deben aprender bien que este virus no tiene rostro, y que de nada vale el dinero cuando en ello está implicada la vida, el contagio a familiares y amigos y tal vez, la triste muerte de cualquiera de ellos.

Hay que ser receptivos y disciplinados. Y jamás pensar “a mí no me va a tocar”, porque sencillamente, sí que puede tocarles y, de pronto encontrarse aislados, alejados de cuanto conocen, y sin poder estrechar esa mano anhelada o ese abrazo preciso. 

La vida es la mayor riqueza que poseemos, hagamos que valga.