Estoy leyendo el Diario de Ana Frank y es increíble cómo me recordó mi etapa adolescente y mi relación con mi madre. Nuestra diferencia es que Ana Frank no tuvo tiempo de vivir la transición de adolescente a adulto. Ni siquiera de conocer a su madre. Yo sí tuve tiempo de conocer a la mía, y estoy feliz por ello.
Me hice amiga de mi madre a la edad en la que Ana cada día aumentaba su recelo hacia ella. Yo aprendí a amar a mi madre en el momento que pude convertirme en su amiga, o quizás en el momento en que le permití entrar a mi mundo. Soy amiga de mi madre, aunque ya la diferencia generacional pese sobre ambas; a pesar de que no entienda el modo diferente de asumir responsabilidades y preocupaciones y le cueste comprender nuestras diferencias tal como vemos el mundo: de manera distinta.
Sigo amando a mi madre, a pesar de que todavía no sea capaz de comprender que envejece, rápido, sin tiempo para rectificar. Sigo amando a mi madre, aun cuando ella no comprenda que el valor del regaño debe tener un sabor a “te amo”.
Amo a mi madre sin peros. Amo la manera de apoyarme, por más que esté equivocada. Amo la dulzura de sus acciones o el mal sabor de sus palabras, incluso cuando es preciso. Amo su irritación y odio ante aquellos que me hacen y quieren mal. Amo sus verdades dichas sin pedir permiso y sin hipocresía. Su empeño de despertarme de un sueño que no tiene futuro. Amo cuando sin saberlo me da lecciones de vida, cuando me enseña a ser mejor persona. Amo esos detalles que la hacen única.
Amo su sonrisa infantil cuando soy pícara y su sufrimiento cuando ve mi tiempo desperdiciado. Amo los timbres de su voz cuando está alegre o molesta, cuando se desvela pensando en los problemas de otros. Amo cuando su instinto le gana. Las grietas de su frente cuando algo le preocupa o le provoca risa. Cuando esconde el dolor para no hacerme sufrir. Amo cada momento con ella, cada beso de despedida y cada saludo en la mañana. Amo a esa mujer orgullosa, a esa mujer que es mi Madre.