En estos momentos, cuando por el bien de la salud de todos, familia, amigos, vecinos, conocidos, debemos guardar la distancia de un metro como mínimo, es que hemos comprendido realmente el valor de cosas tan sencillas como un fuerte abrazo, un beso en la mejilla, un apretón de manos, unas palmadas en la espalda.

La Covid-19 nos ha mostrado cuánto vale ese afecto, esa solidaridad y ternura que siempre dimos por hecha y hasta se convirtió en algo mecánico, besos lanzados al aire y no a las mejillas. Ahora, nos encantaría poder abrazar al prójimo, poder besar como saludo inicial de cada mañana, estrechar manos con fuerza y amor a la vez.

El virus nos muestra cuán vulnerables somos, y que la avaricia, el ansia de poder y la riqueza no nos hacen invulnerables, ni nos regalan horas de vida y cariño si nos atrapa el mal. Es imparcial, ataca de la misma manera a ricos o pobres.

Nos toca esperar, cuidarnos, cumplir con las normas de protección y confiar en que todo pasará, para nuestro bien. Quizás haya servido para convertir al avaricioso en mejor persona, al egoísmo del rico en dadivoso con los que nada tienen, o para proteger de veras al planeta y dejarlo respirar.
Pero, sobre todo, otorgarnos la ofrenda de ser mejores seres humanos, apreciar la belleza de la sencillez por encima de cualquier posesión, en fin, amar la vida, tan efímera que se debe aprovechar al máximo.

Ojalá todo el dolor que deja esta pandemia en el mundo se convierta en un abrazo inmenso, apretado y acariciador, pleno de magia que sane las heridas y nos dé el aliento para seguir adelante y apreciar cada bocanada de aire que respiramos.

Contengamos esos abrazos transmisores de energía, de alivio y calma, curanderos del espíritu, para ese momento, que, de seguro, llegará. 

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