Deshice maletas y enrollé recuerdos como papeles, combustión de una memoria que se rehusaba a quedarse sin estampas familiares, sin juego a los escondidos con los amiguitos del barrio de Nuevo Vedado, sin helado Coppelia, sin visitas dominicales al Parque Lenin y por supuesto, sin el gran banco de la ciudad que, al sonar en la noche el cañonazo de las nueve y junto al acorde del programa radial Nocturno, invitaba a los enamorados y dichosos a contemplar nuestro mar. Así transcurrió mi infancia, adolescencia y buena parte de la juventud.
Soy un desastre para fijar coordenadas espaciales en mapas y rutas, lo cual no contradice mi empecinada determinación en detallar, no obstante esa torpeza, los lugares entrañables con imanes potentes, pues están hechos con la aleación propia del cariño.
Pero ¿qué sería de esta Habana sin los seres que la cubren de magia y por la que uno decide jugarse hasta el verbo? Nada, solo vacío. Ansío estar ahíta de amistad por mi gente: por esa cubana que marca el ritmo cuando saca sus caderas al atrevimiento público, en ese señor que vende su periódico en cualquier esquina, en quien lucha, a codo partido, con la guagua o el pan de cada día. Y especialmente en los niños y niñas que duermen sin sobresaltos, amaneciendo henchidos de alegría y sueños porque “esta capital de todos los cubanos” decidió desde 1959 ser libre para el resguardo del futuro.
Y yo, capitalina de pura cepa, sin importar la cantidad de aviones que me hayan llevado por lugares envidiados de muchos por su cultura, tradición o coraje, con cada partida sentía que me moría y luego, en unas nuevas vacaciones renacía como el ave fénix.
En esa etapa-oasis, gracias a la energía que me transmitía la metrópoli, lograba marcar en el almanaque mis rencuentros y dichas como algo realizable y cercano. Entonces no había soledad. En su lugar vencía la perspectiva, la certeza y la confianza. Decididamente, La Habana y yo nos pertenecemos.