Ser culto es una cuestión de altura. Y en el caso que me ocupa es literal porque tuvo por escenario las serranías de la comunidad San Pablo de Yao, del municipio de Buey Arriba, de la oriental provincia de Granma. En las modestas paredes de la escuelita primaria del lugar, su maestra había colocado un cartel escrito a mano con una bonita letra, con esta verdad como un templo: “Al decir gracias damos y recibimos alegría”.

Sus pequeños discípulos tenían interiorizada la lección y de manera natural la aplicaron cada vez que uno de nosotros, integrantes de la delegación de periodistas, le obsequiábamos con un juguete o algún material escolar. Muy limpios, vistiendo sus uniformes, con sonrisas ingenuas –aunque para nada tontas– aquellas niñas y niños nos conmovieron por su educación y sinceridad. Hubo quien dijo que esos angelitos tenían tanta cultura que superaban a muchas personas ufanas por capitalinas.

Desafortunadamente los buenos modales han hecho las maletas en más familias de lo deseado. Hay quien incluso asume que dar las gracias es una “chealdá” o vestigio pequeñoburgués, según sea la edad de la persona que no se inmuta cuando uno gustoso le ayuda. Está también aquel que ante el agradecimiento ajeno te mira por encima del hombro como diciendo: ¿qué se cree esta?, en la mejor variante; en las peores llegan hasta pensar que uno espera una recompensa monetaria o material.

Otros ni tan siquiera se detienen a evaluar la importancia de respetar las acciones de sus semejantes con una pequeña muestra de amor, verbalizada en un bendito Gracias, como las de aquellos seres excepcionales de la Sierra Maestra cuya altura ética y de modales supera a las montañas cubanas.