Solemos decir que Cuba es un eterno verano, para ilustrar cómo las altas temperaturas nos acompañan durante casi todo el año. Para contrarrestarlo, las playas se inundan de personas, aunque no sea oficialmente esa estación.
Desde todos los rincones de la capital, los fines de semana, cientos de pasajeros llegan bien temprano a la primera parada de la ruta A40, otrora 400, en La Habana Vieja, con destino a las playas del este. Justo ahí comienza el calvario: la “fila” pareciera nunca vaciarse y no se sabe cuál es más larga, si la de los sentados o la de los de pie.
A esa realidad se le añade la ausencia de un inspector capaz de impedir que, a la vista de todos, pasen en la cola del personal quienes no posee la identificación correspondiente, pues previamente pagaron 5, 10 o 15 pesos, una práctica habitual.
Cuando el transporte llega al público, con numerosos asientos ocupados, se desata la ira; mediante gritos muchos reclaman que bajen los intrusos; otros optan por abordar a como dé lugar. Tampoco falta el conductor encrespado que entonces decide no abrir las puertas o huir tras observar el “combate”.
A escasos metros, justo frente de la Terminal de Trenes, los taxis libres o por rutas ponen sus reglas: sin importar el tramo, piden dos CUC. Solo algunos llegan hasta Mar Azul por la mitad del precio.
La hora del regreso a casa también entraña incertidumbre; casi ningún medio de transporte público se detiene, lo cual obliga a los bañistas a trasladarse a la primera parada de los ómnibus. Disfrutar nuestro eterno verano tiene su costo.