Foto: Joyme Cuan

Las cifras estremecen. Mucho más la referencia de habaneros en edades pediátricas, incluso lactantes. Cada uno de ellos tiene un nombre que los identifica y nos hace responsables, no solo a la familia en un mayor grado. Todos en el entorno de este territorio donde los municipios pueden comenzar en la acera del frente, tenemos un compromiso directo al mantener una conducta capaz de impedir la vertiginosa transmisión de la COVID-19.

Allí están, en las salas de los hospitales, reportados de críticos y graves. Otros contagiados, a pesar que su corta vida no les lleva a los compromisos sociales de los adultos y resultan víctimas de nuestros descuidos. No se trata de números que se nos reportan distantes y casi una gota de agua entre los 2,2 millones de habitantes de la capital, insisto.

Pero no solo advierten en estos grupos etarios a los más vulnerables. Todos sin distinción formamos
parte de la cadena en la cual nos sostenemos algunas veces mirando con recelo, otras con indiferencia y en la suma de estos factores dejamos el espacio a la confianza y, en consecuencia, la muerte.

Ayer observé a una anciana cruzar una importante y fluida avenida. No fue la primera vez. Comenzó a intentar bajar de la acera a la calle cuando iniciaba el “muñequito verde” para los peatones. Veinte segundos no resultaron suficientes. Cronos había dejado solo ocho, en el momento que logró afirmarse sobre el pavimento. La escena previsible detuvo el aliento de varios transeúntes.

Un joven acudió en su búsqueda. La tomó de la mano (¿un necesario contacto?) y asumió llevarla ante la actitud solidaria de los conductores de vehículos.

Debemos prever tales situaciones. Mucho más cuando los cálculos enuncian la crecida de personas afectadas por el SARS-CoV-2. No se trata de prevenir, sino de actuar en correspondencia al esfuerzo de muchos que permanecen en el desvelo para cuidar nuestras vidas.

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