Foto: Creada con Inteligencia Artificial

Reflexionando en estos días de cierre, recordé cuántas veces, a lo largo de este año, evité conscientemente caminar por la Calle G, especialmente en ese tramo tan transitado que se extiende desde 25 hasta Zapata. No era el ruido lo que esquivaba, sino una dinámica particular protagonizada por algunos de los moradores y transeúntes que allí coexisten. Observar su comportamiento desde la lejanía me llevó a adentrarme en una reflexión incómoda, pero necesaria, sobre esa práctica tan arraigada y a la vez conflictiva.

El piropo, en su esencia más pura y teórica, nace de un impulso aparentemente inocente de verbalizar la admiración por la belleza ajena. No hay nada impropio en reconocer y alabar la belleza, que es un destello de lo humano, un arte casual. Un halago se convierte en algo invasivo, y luego en violento, cuando deja de ser un comentario respetuoso y discreto para transformarse en una interrupción no solicitada, en un examen público del cuerpo o en una frase cargada de una vulgaridad que pretende pasar por gracia, o elevar, entre otros seres no pensantes, la gallardía que generalmente falta. Deja de ser un regalo para convertirse en una invasión, que, coincidentemente, termina cuando se le rebate al "accionista". Ahí guardan su arma. Se les acaba la valentía.

La línea es clara, siendo el respeto la frontera. Un "qué elegante va hoy", lanzado al pasar casi para uno mismo, o un "le queda muy bien ese color", dicho con una sonrisa breve y sin esperar respuesta, pertenecen a un universo distinto al del comentario explícito, al del silbido estridente acompañado de la valoración de partes del cuerpo o de la persecución por media acera. Lo primero puede, en el mejor de los casos, ser recibido como un detalle social. Lo segundo es un acto de apropiación del espacio ajeno, una demostración de poder que tiene más que ver con quien lo emite que con quien lo recibe. El verdadero piropo no oprime, no avergüenza, no intimida.

Y es aquí donde surge el último matiz de esta reflexión. Quien, desde su esquina, se crea dueño o dueña de la calle y juez de la belleza, ignora por completo la vida que tiene frente a sí. Nunca se detiene a pensar que la persona que acaba de importunar podría estar necesitando, para redondear la dicha del día, algo tan simple y opuesto a su acto como un momento de paz, de silencio interno, o el simple permiso de llegar a casa con sus pensamientos intactos.

Para el próximo año, entre mis deseos más simples y a la vez más complejos, está poder caminar por la Calle G, o por cualquier otra, escuchando en mis audífonos los ritmos de Los Van Van, observar con calma los arbustos que se cuelan entre el cemento y no tener que tensar los hombros al aproximarme a una esquina, preparándome para el encuentro con un "Buey Cansao" que confunde la calle con su patio y a las personas con su propiedad.

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