
En la noche del 1ro de octubre de 2025, en el hospital Mario Muñoz Monroy de Colón, Matanzas, un hecho trágico (una persona falleció a causa de una hemorragia cerebral) marcó el inicio de una historia de esperanza.
Gracias a la sensibilidad de su familia, que autorizó la donación de sus órganos, uno o dos pacientes con enfermedad renal crónica avanzada podrían tener la oportunidad de renacer, de volver a una vida más allá de las hemodiálisis que los mantenían tres veces por semana conectados a un riñón artificial.
El operativo, coordinado por la Organización Nacional de Trasplante (ONT), movilizó a cirujanos del Hospital Naval Luis Díaz Soto, quienes viajaron hasta Colón para rescatar los riñones que luego serían trasladados hacia La Habana.
Sin embargo, anónimamente y no siempre con reconocimiento público, en un espacio silencioso y cargado de responsabilidad, se desarrolló otra parte esencial de la historia: la labor del equipo de histocompatibilidad del Instituto de Hematología e Inmunología “Dr. José Ramón Ballester Santovenia” (IHI).
Cuando en la madrugada la ciudad dormía, una ambulancia llegaba a las 5:30 a.m. con muestras del donante, y allí aguardaba Enrique Rodríguez Díaz, licenciado con décadas de entrega, quien tuvo la tarea de descartar presencia de virus como Hepatitis B, Hepatitis C o VIH y confirmar el grupo sanguíneo, paso crítico para evitar rechazos inmediatos.
Con ayuda de tecnología de biología molecular, Rodríguez Díaz aisló el ADN del donante e inició la tipificación genética del sistema HLA, ese “carné de identidad” que determina la compatibilidad entre donante y receptor.
Poco después, al amanecer, llegó la doctora Lelyem Marcell Rodríguez, especialista en Inmunología y jefa del laboratorio para validar cada técnica, asegurar la rigurosidad del proceso y supervisar la formación de los residentes que, en medio de la tensión del operativo, aprendieron procedimientos que solo unos pocos profesionales en el mundo dominan.
A las 9 de la mañana, la ONT recibía los resultados preliminares con pruebas cruzadas virtuales, comparando los genes del donante con los anticuerpos de los pacientes en lista de espera. Y antes del mediodía, se completaba la prueba más compleja: la citometría de flujo, capaz de predecir si un receptor podría rechazar el órgano.
Cada resultado fue entregado con precisión de relojería, aunque los especialistas confiesan que en Cuba no siempre ocurre así: las carencias tecnológicas y materiales hacen de cada jornada un reto, pero el compromiso profesional marca la diferencia.
Mientras Rodríguez Díaz, agotado, se preparaba para entregar el relevo a la licenciada Josefina Figueras Suárez, la querida “Pepi” —ambos jubilados y recontratados por su experiencia invaluable—, los informes finales llegaban a las manos de la ONT.
Nombres como los suyos, casi siempre invisibles, dan soporte a una de las hazañas médicas más complejas: lograr que un órgano extraído sea trasplantado en el menor tiempo posible, reduciendo riesgos y aumentando la esperanza de éxito.
Lo que sigue ya es más conocido: cirujanos que harán su magia en los quirófanos y nefrólogos que velarán durante años para que el rechazo no se interponga entre los pacientes y su nueva vida. Pero esta crónica deja claro que, detrás de cada trasplante, hay héroes que rara vez aparecen en titulares.
Los inmunólogos y técnicos del IHI, guardianes silenciosos de la compatibilidad genética, son parte del equipo multidisciplinario que garantiza que ese acto de generosidad suprema, la donación, se transforme en un verdadero milagro de vida.

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