Por esas licencias y prerrogativas propias del periodismo (y la literatura) regresemos, por unos instantes, al fin de año (2024). De todos los productos que por esos días llegaron a las bodegas, sin lugar a dudas, ninguno más reverenciado que la libra de pollo vendida a cada uno de los consumidores.

Casi única opción proteica de origen animal al alcance de los bolsillos cubanos y “ausente al pase” como estaba desde hacía bastante tiempo, el tan demandado producto fue recibido como una bendición, en su doble condición de muy barato y para todos, de cara a una inflación desconcertante y con las celebraciones de navidad y fin de año a la vuelta de la esquina.

¡Ojo! No pretendemos tapar el sol con un dedo. Estamos conscientes, era poco, ni remotamente lograba saldar las cuotas pendientes, e incluso, algo lejos de la altura del momento y hasta tal vez de lo necesario y merecido; pero justo es reconocer el tremendísimo esfuerzo que representó garantizar ese mínimo indispensable, a fin de –al menos un día, para muchos quizás el más señalado del calendario (24 o 31 de diciembre-, darse un alegrón, a cuenta de la mesa servida medianamente digna o medianamente completa, algo prácticamente impensable frente a la cruda cotidianidad del momento y presionados por tantas otras urgencias, igual o más de impostergables.

Algunos compartirán mi opinión, otros alzarán voces para disentir y habrá quien llegue a condenarme; pero en lo que sí todos estaremos de acuerdo es en desaprobar el argumento que ofreciera el carnicero a viejo amigo –quien forma núcleo de una sola persona-, cuando este le solicitara quitar el gran pedazo de hielo adherido a la ración de pollo que pretendía despacharle.

Con el sosiego y la seguridad de quien actúa respaldo por la razón, el susodicho explicó que a él le contemplan el hielo dentro del peso total correspondiente a la suma de la cuota de toda la clientela, y por tanto, en lo individual, él está obligado a proceder de la misma manera o de lo contrario, al final, resultará un faltante que habrá de correr por su cuenta.

Esa es una verdad solo a media. Mis indagaciones, sobre la marcha, con administradores y carniceros de otras unidades de la red de comercio vinculadas a la libreta de abastecimiento, me permitieron saber que sí hay un margen del cuatro por ciento, como compensación por las mermas probables; sin embargo, entre los consultados, todos coinciden en que –¡vaya usted a saber por cuál razón!-, de un tiempo a esta parte, tal bonificación no cubre las perdidas por descongelación.

Al parecer, estamos frente a una suerte de cambio climático a la inversa: El hielo no experimenta una disminución paulatina, más bien crece. Y claro que el dedo acusador de los carniceros apunta hacia los carreros, pero de preguntarles a estos últimos, lo más seguro es que incriminen a los almaceneros y así habrá sucesión de transferencia de culpas, que lo más probable es que descaradamente podría llegar incluso hasta el proveedor.

El asunto no sería tan grave si habláramos de un hecho aislado, pero resulta que se trata de una mañosa práctica de vieja data, generalizada y que crece, impunemente; mientras el error en la deducción de la merma -lo cual creo poco probable- o tal vez la maraña –a mi juicio lo más probable- transita de eslabón en eslabón hasta ir a parar al cliente, a quien le toca poner el bobo, al pagar agua congelada por pollo y lo que es peor, llevarse a casa menos de lo que le corresponde, mientras, a su cuenta, los “pícaros” engordan bolsillos y jabas, por no decir sacos.

Habrá quien los justifique, y esgrima, incluso, que están luchando; pero no, eso, a todas luces, aquí y en cualquier otra parte, es robo, y en el particular, de un producto imprescindible y ahora mismo, escaso.

En consecuencia, es menester que los organismos implicados tomen carta en el asunto, investiguen, definan, reglamenten y divulguen, pero sobre todo, controlen y exijan, a fin de ponerle coto a lo que no es otra cosa que desmanes sutiles, erosionadores de los pilares sobre los cuales hemos erigido nuestra nación.

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