
Cuba entera vistió de fiesta. El relevó volvió a las aulas, y desde bien temprano la ternura inundó las calles, uniformada con los colores patrios. Y cada niño y sus padres fueron dueños del mejor regalo. En las manos de los hijos ha sido puesta la llave del conocimiento, y en lo adelante la conjugación de entrega y sacrificios habrá de devenir mortales estocadas que decapitarán dogmas, encenderán antorchas y sembrarán la semilla de los cuestionamientos que alimentarán la sed del aprendizaje.
Dada la voz de arrancada, comenzó en la Isla la habitual carrera contra la ignorancia. Y casi más a fuerza de las voluntades que de los recursos ninguna aula quedó cerrada y ningún estudiante se quedó sin aula.
La Revolución también ha crecido desde el empeño por la universalización de la enseñanza, con ofrecimientos y oportunidades que reparan en credos, edades, pigmentaciones de la piel u orígenes sociales. Más bien obstinación, de la cual ha nacido la certeza de que a cada paso y en cada puerta está un maestro y un alumno.
Cuba se empina y levanta sobre la ley de la enseñanza y el aprendizaje universales. Recibes hoy y mañana das. Y pasado, otra vez, vuelvas a recibir. Es lo más probable. Enseñar y aprender indistintamente, incluso, en ocasiones, ambas cosas a la misma vez. Resulta muy común en esta pequeña y humilde geografía.
Llegó septiembre y maestros y alumnos se vuelven a encontrar, un reto que a unos y a otros, nos conmina a ser mejores; la mejor manera de garantizar que el proceso docente educativo se alce a la altura de la grandeza de los esfuerzos y la obra.
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