Foto: Ricardo Gómez

Le vi moverse en el piso cerca del césped. Abrigué la esperanza de que fuera un jardinero entregado a su tarea. Pero no, se trataba de un anciano en el intento infructuoso por incorporarse. Prácticamente volé la cuadra que nos separaba, y ya el hombre pie, sin mayores contratiempos, supe que había perdido el equilibrio tras tropezar con un desnivel de la acera. 

Está obligado. Eso me explicó cuándo le conminé a no aventurarse fuera de casa sin compañía. Le conozco del vecindario; sé que vive solo con su esposa, también octogenaria, quien a duras penas puede moverse al amparo de la seguridad que le ofrece el hogar. En cambio él, por razones de mucho peso, está precisado a asistir todos los días a la Casa de Abuelos, y recorrer las cuatro o cinco cuadras ente el lugar y su domicilio.

Hago el cuento porque he sido testigo de dos episodios similares en  menos de un mes. El otro tuvo como protagonista a una adolescente, que, por suerte, prácticamente no llegó al suelo y ni siquiera se llevó susto. 

Y sí, de un “tiempazo” a esta parte, caminar por las aceras de la ciudad se ha convertido en un acto riesgoso, que exige mirada gacha, de no querer perder el equilibrio, y terminar con una pierna torcida o cualquier otro percance de peores consecuencias.

El problema del mal estado de esos enlozados peatonales es de larga data, pero ahora a los huecos, desniveles y algún que otro registros hidráulicos o cloacas, sin tapas, también se han sumado los lodazales creados por el vertimiento de las llamadas “aguas negras”. Y en tal caso, o bien busca la vía y corres los riesgos que implica o asumes la peligrosa aventura  que presupone superar esas suertes de pistas encebada.

Ante el panorama poco halagüeño, en el 2012, directivos del Grupo de Inversiones Viales y Coordinador de Redes Técnicas de La Habana, anunciaron la puesta en práctica de un programa dirigido a la construcción y reconstrucción de aceras, incluso, a tenor de su peculiaridad, se habló de tomar muy en cuenta las emblemáticas aceras-escaleras de la capital, pero –aunque lo por hacer era mucho- los resultados fueron discretos y –lógicamente- en lo fundamental fueron beneficiadas las barriadas del centro de la capital.

Así, como quien no quiere las cosas, a tan loable empeño, le pasó como a la flor del socorrido refrán: “Murió al nacer”, y de entonces a acá, poco o nada cambiaron las cosas.

“¿A quién pudiera ocurrírsele hablar de aceras en este minuto?,” dirán algunos, con no poca razón. A mí, respondo yo, que, aun consciente de que es menester hacer magia para cubrir la canasta básica, en medio de tensiones financieras, que a duras penas dejan margen para otras cosas, casi igual de imprescindibles; también tengo el convencimiento de que es preciso llamar la atención sobre el tema, y convocar a que, de regreso las oportunidades y retomado con mayores bríos el bacheo y pavimentación, las aceras dejen de ser la Cenicienta, dentro de la actividad, y a los barrios periféricos no siempre les toque viajar en el vagón de carga o como polizontes. 

Mientras tanto, a la espera de mejores tiempos, resulta preciso, mirar por donde caminemos, evitar los descuidos, y proteger a nuestros ancianos y niños. Las aceras no son una opción, forman parte obligada del entramado de cualquier ciudad; al tiempo que mejoran su imagen asimismo protegen.

Ver además:

Polifemo no vive en La Habana del Este