El joven carga un saco de papas sobre su espalda y pregona, en plena vía pública, un precio de espanto: “250 pesos la libra”, mientras jadea y esquiva –con sus ojos furtivos- la mirada inquisitiva que no puedo evitar y provoca acelerar el paso fatigoso de aquel revendedor adelantado a la venta del tubérculo, en pleno clímax de madurez del cultivo (aún bajo tierra) y cuya aparición no debe verse hasta las cosechas de marzo.

¿De dónde salen estas papas? La respuesta es muy fácil de responder. No se trata de un cultivo que pueda realizarse en patios de viviendas para lograr una producción libre de gastos en insumos de altísimo costo en el mercado internacional, sin contar los gastos de miles de pesos durante la preparación (recursos: humanos, materiales, maquinaria e incluso condiciones agro meteorológicas) de las tierras destinadas a tan exigente alimento.

Salen de los frigoríficos estatales. Lugares, por demás, donde se concentran los tubérculos seleccionados para semilla de cosechas posteriores o reservas que posibiliten la distribución normada. Estructuras requeridas de sistemas de conservación apropiados y de alto consumo de energía eléctrica.

Se trata de un alimento considerado estratégico. No disponemos de la bonanza que permitía adquirirlo en la antigua Unión Soviética y otras naciones del extinto campo socialista, fundamentalmente. Disponíamos de este valioso recurso alimenticio, prácticamente, todo el año. Por entonces, veíamos cómo se amontonaban putrefactas en sacos frente a cualquier puesto de viandas; mientras aquella avalancha de la cosecha pico, podía destinarse al consumo de animales, en el mejor de los casos; pero siempre con un rastro de pérdidas.

Hace mucho tiempo que la papa adquirió un significado diferente porque conocemos su valor real y la necesidad de este alimento. La cuestión de urgencia es detener los robos de papas. Mirar hacia el otro lado y permanecer indiferentes, no ayuda.

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