
Más de un millón de cubanos se dieron cita en la Plaza de la Revolución. La explanada desbordaba de dolor e indignación. Algunos lloraban. Los más tragaban dolor y lágrimas. En los accesos al lugar, desde varias cuadras antes, se hacía imposible abrirse paso. Vi personas de todos los credos y edades. Vi niños en hombros de sus padres. Vi minusválidos en sillas de ruedas y hasta en muletas. Vi desgarramiento y rabia. Vi a un pueblo unido unido como nunca. Vi clamar justicia.
Corría el 15 de octubre de 1976. Silencio total. Fidel comenzó hablar y no se oía ni una mosca.
Conmovidos, luctuosos, indignados, nos reunimos hoy en esta histórica Plaza para despedir, aunque solo sea casi simbólicamente, los restos de nuestros hermanos asesinados en el brutal acto de terrorismo perpetrado contra un avión civil en pleno vuelo con 73 personas a bordo, de ellas 57 cubanos.
El 6 de octubre de ese propio año amaneció un día normal, como cualquier otro. Lo era para casi todos los mortales del planeta, pero para los cubanos no. Nos disponíamos a recibir a unos compatriotas que nos acababan de regalar la mayor de las alegrías. Reinaba el jubileo, pero se interpuso la muerte y el terror.
Fidel lo dejó en claro. No eran millonarios en viaje de placer. Tampoco eran turistas. Se trataba de humildes trabajadores, estudiantes y deportistas. En todos los casos cumplían con modestia las tareas asignadas por sus gobiernos respectivos.
Los atletas eran cubanos. Los 24 integrantes del equipo juvenil de esgrima. Acababan de escribir una brillante e insuperable página en la historia deportiva. Ganaron todas las medallas de oro en las competencias regionales, en Caracas.
Entre los pasajeros del avión que los traía de regreso a la patria agradecida, también viajaban 11 jóvenes guyaneses, seis de ellos seleccionados para realizar estudios de Medicina, en la Mayor de las Antillas. Tal cual dijera el líder de la Revolución cubana, vidas que se perdieron cuyo destino era salvar vidas. También murieron cinco ciudadanos de la República Popular Democrática de Corea, que visitaban países de América Latina, en gesto de amistad.
La aeronave de Cubana de Aviación despegó despegó casi a las 12:30 p.m., del aeropuerto Seawell, en Bridgetown, Barbados. Ocho minutos después se desataría la tragedia que ninguno de los pasajeros presagiaba. Todos ellos eran planes y alegrías.
El avión estalló en pleno vuelo por una potente carga explosiva. Solo pudo permanecer en el aire unos minutos. Se precipitó al mar envuelto en llamas, con su preciada carga, a la vista de los bañistas que a esa hora disfrutaban de la playa barbadense.
La tripulación contó, sin embargo, con el tiempo y la entereza suficientes para explicar que había ocurrido una explosión a bordo, que la nave ardía e intentaban regresar a tierra.
Un drama inimaginable siquiera para la creativa mente del talentoso Steven Spielberg, el que vivieron los pasajeros y tripulantes encerrados en una nave en caída libre y envuelta en llamas, a una altura aproximada de seis mil metros.
Todos los criminales que tomaron parte en tan espeluznante sabotaje eran connotados terroristas. Ahí están las pruebas. Luis Posada Carriles y Orlando Bosh, autores intelectuales, que luego de planearlo todo, instigaron a Freddy Lugo y Hernán Ricardo, las manos que finalmente apretaron el gatillo.
Sin embargo, Fidel lo dejó en claro: Detrás de todo eso estaba la mano dela CIA. Y puso sobre el tapete pruebas contundentes.
Lo más repugnante es el mercenarismo de aquellos que por dinero fueron capaces de segar en unos segundos las valiosas vidas de 73 personas indefensas, contra quienes nada podían tener, e incluso habían compartido ruta escasos minutos antes.
El odio, la crueldad, la sed injustificada de venganza, poder, dineros, ansias de acumular méritos y celebridad frente a sus amos, bañaron de sangre y sufrimiento a todo un pueblo.
Lejos de compartirse, el dolor se multiplicó, como apuntara certeramente Fidel aquel discurso memorable. Millones de cubanos lloramos junto a los seres queridos de las víctimas del abominable crimen.
Los actores confesos de tan deleznable acto terrorista, también auto reconocidos agentes de la CIA y de muchos otros actos terroristas (anteriores e incluso de otros posteriores, entre el que se cuenta un abortado intento de magnicidio contra la vida de presidente cubano Fidel Castro), no cumplieron condena alguna por su crimen, mientras a la justicia le crecía la vergüenza y los cubanos lloramos aquella y otras perdidas.
Sin embargo, tanta perfidia e ignominia no ha logrado doblegarnos. Las pretensiones de arrodillar a los cubanos se estrellan, una y otra vez, contra el muro imbatible de dignidad que ha devenido nuestra resistencia. A pesar de los pesares (en verdad, no pocos), la injusticia tiembla; una y otra vez, obligada, cuando frente a cada alevoso intento de minar nuestra resistencia, se levanta la respuesta enérgica y viril de los cubanos.
Ver además: