Foto: Archivo de Tribuna de La Habana

Todos sentimos un amor especial por ese ser que nos dio la vida.

Nuestra madre es la primera figura en nuestra existencia, la que nos lleva de la mano desde que abrimos los ojos al mundo. Nos apoya y quiere de forma incondicional. No hace falta ganarnos su amor ni merecerlo, porque todo, su propia vida y sus más íntimos sueños puede posponerlos para entregarnos la razón
de la existencia.

Es muy complicado superar su pérdida. Nos queda un sabor amargo e inevitablemente tenemos la sensación de que era demasiado pronto para que nos dejase. Aprender a vivir sin ella, alguien que siempre estuvo ahí, dando aliento, superando sus propios niveles de tolerancia y anteponiendo nuestras necesidades a las suyas, es muy difícil. Esa herida nunca sana.

Solo se amortigua el sufrimiento cuando recordamos que cada momento feliz de nosotros, era motivo de celebración, de regocijo para ella, de ese don especial de transformar nuestra tristeza en risa. El aferrarse a este legado emocional es una manera de mantenerla cerca, así su evocación nos dará fuerza para vivir
como hubiese querido que lo hiciéramos.

En este día brindémosle el homenaje merecido a quien no está presente –físicamente–, pero aún nos guía con el recuerdo de la principal fuente de ternura profunda y desinteresada. Nuestro porvenir es su obra.

Evoco y comparto el regalo implícito en las sabias palabras de la Madre Teresa de Calcuta: “Enseñarás a volar, pero no volarán tu vuelo. Enseñarás a soñar, pero no soñarán tu sueño. Enseñarás a vivir, pero no vivirán tu vida. Sin embargo… En cada vuelo, en cada vida, en cada sueño, perdurará siempre la huella del camino enseñado”.

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