Fidel siempre formó parte de mi familia. Yo, en particular, le he querido como a un padre grande. Si me preguntaran mi primer recuerdo de su persona -tal cual me sucede con los viejos-, no podría precisar, en tanto siempre estuvo ahí, al alcance de mi vista y mis oídos.

Entró por la puerta ancha al humildísimo y reducido cuartucho, de madera, por cuyo alquiler mi abuela pagaba 12 pesos, mes tras mes, hasta el mismísimo triunfo de la Revolución, cuando sus cinco inquilinos (se sumaban mis viejos, mi hermano y yo) pasamos a ser usufructuarios onerosos. Según me cuentan, ella había dicho del joven abogado rebelde, que ese sí era el hombre llamado a cambiar los destinos de la Isla y desde entonces campeó, por su respeto, entre nosotros. Desde un cuadro tan enorme como el del Corazón de Jesús, colgado en una de las paredes de la primera de las dos únicas piezas que componían el inmueble, también su imagen daba bienvenida a cuanto  visitante hiciera aparición, y era protagonista clave y constante de las conversaciones  entabladas. 

De manera que crecí ligado a él por el cordón umbilical, yendo a su encuentro, a dialogar, primero en brazos o de la mano de los mayores, y luego por mis propios pies y voluntad, porque –sencillamente- más que discursos, el líder intercambiaba razonamientos cuando se dirigía a sus compatriotas, convocados a la Plaza de la Revolución.

Al principio, mi curiosidad infantil era estimulada por la masividad y el entusiasmo, luego, dueño ya de la capacidad de razonamiento, vibraba de emoción en cada cita, y hasta llegué a aprenderme de memoria, algunas de las que para mí resultaron tremendamente conmovedoras piezas oratorias. Ahora mismo recuerdo las palabras pronunciadas en la despedida de duelo a las víctimas del crimen de Barbado.

Cuando ya era un entusiasta declarado de Fidel, recién salido de las aulas universitarias, reportero de la Agencia Cubana de Noticias en Sancti Spíritus, cometí una pifia que salió publicada en la primera página del diario Granma, tenía que ver con el costo de la inversión de los entonces recién estrenados laboratorios para el análisis alfa feto proteína; el jefe de la Revolución indagó y puesto al corriente, pidió que fuera subsanado el error, pero no se tomara ninguna medida con el principiante.

¿Primó en la indicación su sensibilidad humanista o el respeto y consideración que sentía por los jóvenes? Me atrevo a asegurar que las dos cosas. Fue entonces que decidí no dejar salir jamás de mi corazón al compatriota revolucionario que con sus acciones se había hecho un espacio en el sitio personal reservado para los más entrañables entre los entrañables.

De las extraordinarias cualidades de Fidel, sus luchas y su obra, mucho se ha hablado y mejor de lo que yo pudiera. Incluso, aunque con remordimientos, hasta los enemigos se ven obligados a reconocerle, públicamente o entre bambalinas. Pero para mí, ningún adjetivo mejor que aquel descubierto por quien más le conoce y se le acerca en su grandeza: “¡Fidel es Fidel!” Y con la genialidad de la frase, Raúl, su hermano y compañero de batallas, lo retrataba con la mayor de las exactitudes posibles.

Fidel, símbolo de entereza, patriotismo y solidaridad humana