
Solo recuerda el frío agudo que se instaló en su pecho antes de perder el conocimiento. Después, la oscuridad, un mundo de nadie, una tierra despoblada, un espacio de vacío, pero del otro lado, un suspiro, la confianza y la vida pujando por no dejarse vencer. A ellos se aferró.
Lo que vino luego fue aprender a hacerlo casi todo, la torpeza de un cuerpo que, a falta de actividad, temía siempre caer y la dificultad al respirar…
De haber sabido que la línea tornasol que la separa del “otro lado” o, mejor dicho –en palabras reales– de la muerte, era tan frágil, hubiera tomado otras providencias; los días de festinado quehacer y lo temerario de su actuar quedaron atrás.
La COVID-19 mata, no es ningún juego, se repite a sí misma después de decírselo a quienes se le acercan cada tanto para indagar por la recuperación de su salud, esa que se restablece poco a poco, como los retoños que tras el vendaval vuelven a tomar su sitio y reacomodan el maltrecho e incipiente tronco, teniendo como único objetivo, la conquista del sol.
Ahora, cuando levanta los ojos hasta fijarlos en el horizonte, hay una sola respuesta posible ante mi obvia pregunta: “¡Lo que más quiero es vivir!”, después no puede contener una sonrisa que sabe a recompensa, y que solo adivino por el gesto rasgado de sus ojos sobre la línea que marca su nasobuco.
No podría, aunque quisiera, borrar los interminables momentos de agonía, la culpa golpeándole el alma al pensarse responsable por el contagio de su propia madre, pero ya que tiene otra oportunidad, como ella misma se explica, el haber sobrevivido hará de esta vida la mejor de todas.
En su corazón, los médicos, el personal de servicio que le atendió, la familia y los amigos preocupados en la distancia; en las manos, la posibilidad de recomenzar, esta vez, desde la conciencia y los deseos de seguir estando viva.