Si nunca has acariciado un lomo agradecido, ni recibido de vuelta un roce entre tus piernas… Si al llegar a casa y girar la llave en la cerradura no has sentido un dulce arañazo detrás de la puerta… o en días de enfermedad unos ojos caninos no te han custodiado desde un costado de tu cama con mezcla de preocupación y confianza…

Si no conoces la complicidad de momentos oscuros o felices, en los que una mirada supera todas las barreras de ese artificio llamado “lenguaje”, cuando no existe un Princesa ni un Diego, donde no hay mascota ni dueño, ni perro ni humano, sino solamente una dupla de alma contra alma… Entonces, sí te comprendo.

Acepto no puedas entender la fuerza del lazo que seguramente muchos conocidos te han comentado y tu mirada absorta ante el llanto ajeno por la muerte de quien podrías considerar un animal de tantos, pero fue para quien enjuga sus lágrimas, amigo, compañero de juegos, confidente, lazarillo, compañía en días de profunda soledad o quizás el espacio donde verter el amor que la vida no le permitió entregarle a nadie más.

Si no los has visto ser frágiles e inocentes, pero fieros para defender a su familia –la universal, sin entendimiento de razas–, es totalmente natural que no te duela verlos vagar por las calles, enfermos, con hambre y frío.

Si aún no has abierto una puerta de tu corazón para que uno de ellos se cuele de a poco en ella (no estás obligado) para enseñarte las expresiones más bellas del desinterés, el sacrificio, la fidelidad, el agradecimiento o la lealtad, está claro que no compartas el empeño de tantos para procurarles hogares donde su dignidad como seres vivos sea respetada.

Si, definitivamente, no los quieres en tu vida pues ante todo esa es una decisión personal, expresión de la más genuina libertad individual, hazte a un lado, con la mayor delicadeza posible para que quienes les aman y protegen, encaucen sus caminos. No los maltrates.