La normopatía, según describen especialistas de la psicología, es la aceptación pasiva de todo lo establecido como bueno o correcto, sin ánimos de cuestionar o pensar diferente, y que sitúa a quienes padecen esta condición a juzgar e incluso condenar a quienes lo hacen. Sin embargo, dice mi amigo Ernesto, un taxista avezado en criollismos y jaranas que mucho ha vivido, existen normómatas por conveniencia.

Viene siendo –dice él, recuperado ya de la carcajada que amenaza con robarle el aire– un adicto a las normas (como mismo dicen los libros de la materia); una persona con excesiva simpatía hacia lo establecido o lo estrictamente regulado, siempre con el argumento preciso a mano para condenar “de un tajo” todo aquello que contravenga las reglas.

Se ufana de cumplidor e incorruptible, no permite desvíos y por su causa (de tremendísima buena fe) más de un proyecto innovador ha muerto antes de nacer.

Escudado detrás de manuales y protocolos niega con mecánicos movimientos de cabeza, hasta crear un surco de vacío por el cual han debido regresar arrastrando los zapatos y con las alas caídas, prometedoras ideas.

Sin embargo –y este es el pollo del arroz con pollo (dice el taxista comprobando el cierre de su cinturón de seguridad)– esta especie de normópata es en extremo celoso de sus conveniencias. En una suerte de haz lo que digo, no lo que hago, se escurre entre las fisuras de las leyes que tan bien conoce y toma para sí malsanos beneficios.

Hace daño. “Cuidado con confundir su maliciosa intransigencia con la verdadera y revolucionaria pasión hacia lo bien hecho. No te ciegue el brillo de la tablilla donde apunta desaciertos ajenos para con ellos cubrir sus deslices”.

Vuelve a sonreír Ernesto, pero ya no con el repique sonoro del desenfado. Esta es más bien una apenas disimulada mueca de desagrado. Luz verde, arranca el auto.