Observo el rostro en la pantalla del doctor Francisco Durán García, descubierto (solo en ese lugar) y en la distancia. En cada una de sus palabras pesa el esfuerzo de las autoridades sanitarias, de la máxima dirección del país, los desvelos de miles de personas, específicamente aquellos para quienes el mes se divide en dos partes: quince días de trabajo e igual cifra de cuarentena, alejados de la familia, de quienes aman y sienten igual derecho de sentir, sin prescindir, la necesaria presencia.
Sobre la avenida el tráfico ininterrumpido demuestra que algo avanzamos, pero La Habana se ha detenido en el avance a la segunda etapa POS-COVID-19. No minimizo sus complejidades: la casi inexistente división entre sus municipios, la densidad de la población por kilómetro cuadrado… Pienso en las violaciones cotidianas de lo regulado, la disminución de la percepción de riesgo y la tolerancia al admitir estas fallas en el comportamiento de mis conciudadanos. Siento mi cuota de responsabilidad.
Resulta cotidiana la imagen de quienes abordan el ómnibus sin el nasobuco, la falta de hipoclorito en algunos. Incluso la presencia de personas de comportamiento deambulante (mayores de edad, en estado higiénico deplorable), sobre estos medios de transporte público, ante la mirada impasible del chofer. No actuamos de manera responsable frente al peligro letal y constante de una enfermedad donde el contagio se escurre entre las fisuras abiertas por no respetar las regulaciones sanitarias para garantizar la preservación de nuestras vidas y la de los demás.
El anuncio de la batida contra los coleros surte un efecto ins-tantáneo al disolver la nube de personas concentradas frente a las tiendas de artículos de alimentos y aseo. El hábito no hace al monje, pero sí resulta evidente el comportamiento de grupúsculos de controladores de las colas para revender turnos y mercancías, el “río revuelto…”, mientras el peligro real muestra el largo velo de la pandemia que nos acecha. Las recientes cifras de contagios, lo demuestran.