Correr descalzos bajo el aguacero, subir a los naranjos del vecino, precipitarse sin frenos loma abajo en improvisada chivichana, aprender que el orden de los factores no altera el producto…, así pudiera resumirse la niñez, porque ser niño es estrenar el mundo, renombrarlo todo cuando las palabras más antiguas son pronunciadas de nuevo, una primera vez. Con el paso del tiempo, puede que el sabor de los mangos no sea el mismo, ni las olas rompiendo contra la costa canten la misma canción.

Por eso es aquella, sin duda, la mejor edad. Y a esas alturas no importa si solo se usa el genérico masculino, las niñas están incluidas en la gran campana que resguarda la inocencia, la intrépida sed de descubrimiento, la honestidad, la transparencia del alma.

Para ellos no hay distinciones: el negro y el blanco son solo colores y no marcas de diferencia; los rótulos en ropas y zapatos, dibujos, no indicadores sociales. Lo único importante es la simpatía entre los corazones y la mano que ayuda a levantarse después de una caída. El resto son cosas de adultos y solo quien a conciencia logre mantener vivo al niño que fue, podrá salvarse de la oquedad y conservar los primitivos placeres que otorga estar vivo. Sorprenderse ante el vuelo de una mariposa, llorar sin vergüenza, decir lo que se piensa, pedir perdón.

Si existe entonces un Día de los niños, tomémoslo para hurgar en la memoria y rescatar al pequeño que disfrutaba contemplar hormigas transportando granos de azúcar en caravana o jugaba a inventar curas para enfermedades terribles mezclando un poco de tierra y flores de marpacífico. Y también para pensar en ese que nos mira desde su pequeña estatura, con los ojos grandes, repletos de asombros y replantearnos cuánto de su niño le permitiremos conservar vivo.