Foto: Claudia Pis Guirola

Los refinados del lenguaje desdeñan el término, nacido en algún momento para referirse al ayudante de capataz que organizaba cuestiones relacionadas a las colas o filas, muchedumbres esperando para adquirir algo. Hoy el vocablo ha evolucionado, pero en su nivel semántico. A simple oídas, pareciera corresponder al subgrupo de sustantivos que designan según oficios… pero no, no es un oficio ni un trabajo, lo que el colero ejerce.

Su práctica diaria comercializa con el sueño ajeno, pone precio al tiempo que, de madrugada, antecede a la apertura de los comercios. Se apodera del lugar en las colas para luego venderlo y facilitar entonces a otros el beneficio de su propia espera.

Aunque no es nueva su ejecutoria, y desde hace años es posible encontrarlos, no solo en establecimientos para la venta de alimentos, sino en bufetes colectivos, oficinas de trámites y embajadas, hoy su “quehacer” adquiere una nueva significación y por ella, insisten las autoridades –provinciales y a nivel de país– en eliminar su presencia a las afueras de tiendas y mercados.

Sucede que el colero contraviene la organización, hoy más que nunca tan necesaria, genera desorden, disgusto; provoca aglomeraciones, incluso durante muchas horas, y lucra con las bajas posibilidades de muchos (verdaderamente necesitados de comprar, adquirir o tramitar) de trasladarse hasta los lugares que el señorea, como dispuesto por un ente superior. No desconozcamos que su atrevido e ilegal emprendimiento, no carece de peligros en el orden personal (surcan la noche, pernoctan a la intemperie), pero el mayor de todos es el ayudar a la propagación de una enfermedad sin rostro; bueno a dos: la COVID-19 y la indisciplina.