Las alquimias rondan nuestras vidas desde que nacemos. En mi época de niño, la abuela tenía un misterioso cofre de madera del que brotaban olores a alcanfor y menta que han seguido prendidos en mi memoria.

Varios pomos etiquetados con rótulos que no podía entender contenían remedios para el dolor, la alergia, la picada de los mosquitos y hasta la diarrea. Bastaba estornudar para que María, española, de Canarias, sacara del escaparate aquel cofre bendito y apelara a sus olorosos misterios salvadores.

Los secretos de las alquimias no podían revelarse, eran eso: secretos. Según ella contaba, las épocas duras en España y luego en Cuba la obligaron a aprender las propiedades curativas de las yerbas del monte. Hoy María ya no está en este mundo, pero en algún lugar del closet continúa aquella caja, aun olorosa.

Mientras desgrano en el recuerdo aquellas imágenes de la abuela y sus sanaciones, paso revista a una actual fórmula sin olores, salvadora igual, y conocida ya por todos.

Ni secreta ni de complejas elaboraciones, aunque para practicarla hay que tener la misma reciedumbre de los gigantescos árboles cuya corteza medicinal mi abuela maceraba: quedarse en casa es la fórmula.

Se escribe fácil, se repite aún más fácil, pero concretarla al pie de la letra esta clave salvadora de la Covid-19, requiere tener las raíces ancladas a los deseos de vivir, como las raíces de la Siguaraya.

Y los cubanos somos exactamente así, de esos que “sin permiso no se pu’e tumbá’”, por eso estamos y estaremos aquí, luchando.