
No es cómodo, ciertamente. Cuesta acostumbrase a llevar la boca y la nariz tapadas y por ello, no recibir la misma cantidad de oxígeno (digo yo) al cual estamos acostumbrados. Las mismas distancias o actividades que antes vencíamos sin dificultad, ahora nos dejan exhaustos, pero hay que decirlo así: A SALVO.
El nasobuco no es una prenda agradable, pero muy necesaria. No es lo que podría decirse estar a la moda; aunque muchos intenten combinarlos con sus vestuarios de turno, pero nos protege contra ese enemigo invisible que nos utiliza para propagarse si no somos lo suficientemente inteligentes para detenerlo.
La COVID-19 señorea los espacios informativos del mundo, pavoneándose sobre la pasarela del miedo, luce su capa de muertes. Sin embargo, no todo está perdido; en cada rostro cubierto, este virus encontrará una barrera –quizás no infalible, tal vez imperfecta–, pero barrera al fin y esta, como otras medidas tantas veces descritas, son armas de nuestro arsenal.
¿Por qué, teniendo posibilidades, prescindiríamos de ellas?
¿Por qué todavía algunos desandan las calles de la ciudad sin nasobuco? ¿Por qué algunos trabajadores, incluso en espacios cerrados y ante la presencia de otros, prefieren utilizarlo como “pañoleta” y no para protegerse? ¿Hasta dónde puede creerse un ser humano superior, infalible?
El nasobuco aprieta, empaña los espejuelos, da escozor en la cara, quisiera tocarlo porque molesta, pero me mantiene viva, sobre todo tranquila –no confiada, ni despreocupada– pero sí más serena, sabiendo que hago lo que quienes saben del tema han aconsejado. Con el nasobuco puesto, me siento en paz, algo que este momento oscuro (también digo yo) tanta falta hace.