Pensamos siempre que el desvalido es ese que por sí mismo no puede hacer o cuidar de las más elementales cosas de su vida. Hemos, incluso clasificado sus discapacidades en diversos órdenes: físico, mental, intelectual… y son precisamente ellos quienes, en tiempos de tanta incertidumbre, requieren de las más dedicadas atenciones. Cuando el aislamiento y el distanciamiento social se presentan como cartas de triunfo, pensar en los más vulnerables es primordial. Hacia el interior de los hogares, además de los mencionados, la mirada más preocupada recae sobre los abuelitos o en aquel miembro de la familia que padece alguna enfermedad de base (cardiopatías, hipertensión, diabetes…). Con ellos, manos de seda y mucho corazón, buen ánimo y la separación necesaria para no comprometer sus sistemas inmunológicos. Ellos, desde el amor, estarán seguros.
Sin embargo, debemos detenernos a pensar en quienes sean, quizás, los más vulnerables. Me refiero a aquellos cuyo coeficiente intelectual es “adecuado”, no padecen afectaciones motoras, conservan todos sus miembros, en fin, serían lo que usualmente se define como personas “normales”, pero les falla demasiado el sentido común, ese del cual alguien dijo una vez es el menos común de los sentidos.
Puede vérseles hoy donde no deben, realizando actividades que han sido canceladas,festejando sabrá quién qué,amparados en el eterno buen humor cubano que de tantas nos ha salvado. Parecen confundir esta necesaria pausa en nuestras vidas con improvisadas vacaciones. Vulnerables sí, y peligrosos. Hacen temblar con su insensatez la seguridad del pueblo, socaban los esfuerzos del país para mantenernos a salvo. Son discapacitados de espíritu, insensibles, en resumidas cuentas, “contra-vidas”.