Demoré en abrir porque andaba en algo doméstico, mientras mi perro ladraba a lo que él siempre presume es un ladrón… valoré por algunos minutos la posibilidad de ni siquiera salir, podría ser cualquiera, pensé. Pero recordé que quizás alguien llamaba a mi puerta para saber de mí y de los míos, para preguntarme si alguno de nosotros presenta síntomas de enfermedad respiratoria, si hemos tenido fiebre, o si hemos estado en contacto con personas extranjeras…

Me sequé las manos con el primer paño que encontré en la cocina y corrí a su encuentro. No me decepcionó. Ahí estaba, debajo del sol, con su paciencia a cuestas, determinado a no marcharse a pesar de mi diletancia y los ladridos amenazantes de un spaniel tibetano.

Era joven, ataviado con su bata de estudiante de Medicina y no podría recordar, aunque quisiera, sus rasgos, ni la sonrisa con la que –seguramente– me despidió pues un nasobuco bien colocado cubría las partes para las cuales fue diseñado. Hizo exactamente el muchachito lo que esperaba de él: mantuvo una prudencial distancia, indagó en cuántos vivíamos en la casa e hizo las demás preguntas referentes a nuestro estado de salud, y apuntó, como garantía tal vez, mi nombre y mis apellidos.

Respondí todo cuanto reclamó y le dije la verdad; que hasta ahora, estamos bien, pero pude haber mentido. Supongamos que en realidad uno de nosotros tuviera la temperatura más alta de lo normal o que una amiga hubiera llegado de Francia y yo, por miedo al aislamiento en un hospital o a poder comunicarme con mi madre solo por teléfono hubiera mentido… él no tendría manera de descubrirme y se hubiera marchado tranquilo… descontando tres personas de la oscura y triste lista de los sospechosos a portar la Covid-19.

Ya lo sabía, pero lo vi más claro, dependía de mí y (claro está) de todos en general, asumir las verdaderas riendas de esta situación; que no importan cuántas medidas o regulaciones sean decretadas gubernamentalmente si no nos terminamos de auto reconocer como los responsables de mucho de lo que pueda pasar, si no nos decimos en la más callada de las horas “yo puedo detener el contagio”.

Para mucho sirvió su visita. Al marcharse me dio las gracias ¡las gracias! ¡A mí!