Cuando cumplí el primer año de nacida, mi madre me vistió con una bata rosada, según consta en las fotos tomadas ese día y según dictaba, no digamos la tradición –que ya en los 90 iba careciendo de sentido– pero sí la más estricta lógica binaria de hombre-mujer, noche-día, bueno-malo… Lo que siguieron fueron muchas muñecas y, en espiral, lazos, buenas maneras, los sentarse derecha, el no jugar con camiones, la delicadeza y el agradable ademán impuesto de la feminidad… pronto llegó aquello de ser una flor (olorosa, frágil, delicada, indefensa) y un abismo cada vez más pronunciado entre lo que parecía significar ser mujer y lo que se revolvía dentro de mí, ansioso por la aventura, ávido por tomar el poder de mis propias decisiones.

Sucedió entonces que en el ansia de ser igual a los hombres y gozar de su misma aparente libertad, muchas descubrimos que quizás la batalla más grande no era la de borrar todas las diferencias, sino hacer confluir en armonía nuestros contrastes. Por eso, un día dejé de lamentarme en secreto del hecho de ser hembra y no poder por ello hacer tantas cosas resumidas bajo el concepto de la independencia. Descubrí que sí era posible ser la dueña, en toda la dimensión de la palabra, de mi vida y de esa convención que llamamos “destino”. 

Foto: Pinterest

Hoy soy feliz de haber nacido mujer, con la capacidad de traer la vida, pero con la opción de no hacerlo si no lo deseo, poseedora de toda la herencia cultural, étnica y religiosa que las “ellas” de mi familia han resguardado durante siglos y poder honrarla con respeto, pero aplicándole los más actuales conceptos de las ciencias sociales y las tecnologías en desarrollo. Ya le ganamos la porfía a las máquinas y a los sufragios, pero queda muchísimo por hacer… y la mejor manera será con el tremendo orgullo de ser mujer.