Recuerdo una época en que los más pequeños solíamos escuchar (en silencio para evitar lo que ahora llamamos, por sigiloso, algo así como el aterrizaje forzoso de un dron manual sobre la cabeza), las conversaciones de los mayores. Por entonces, la bondad competía con la inocencia y, generalmente, podía uno disfrutar de un buen gesto como la mayor riqueza disponible en medio de la uniformidad de los zapatos plásticos, las ropas de corduroy –tan calurosas–, el poliéster, y sin problemas nos íbamos a una fiesta de adolescentes con lustrosas botas Centauro.
Hoy que los muchachos caminan bajo el embrujo de los equipos móviles conectados a los oídos, o mochilas-parlantes, recuerdo el primer televisor que traje a mis hijos: un Krim-218, de fabricación soviética, capaz de resistir hasta huracanes. Incluso, el convertirme en “mecánico de electrónica”, cuando a mi llegada después de una jornada extenuante, los chicos me exigían reparar, con toda urgencia, el televisor. Entonces sacaba de una caja varios tubos, los cataba visualmente y los ponía en el lugar de otros…, ya vencidos. Aprendí. Casi me hice técnico a la fuerza. Fui capaz de colocar en tiempo récord aquellos tubos de filamentos, en menos de 15 minutos, y ver la sonrisa de mis “fiñes”, cuando podían ver los muñequitos.

Hace años observé uno de estos televisores e hice una fotografía. Evocaba, desde su abandono, la capacidad de millones de personas, en Cuba, que supimos mantenernos unidos, a pesar de bloqueos, amenazas de bombardeos atómicos e invasiones contra el archipiélago donde crecí, sin el temor de perder la escuela o acostarme con la barriga vacía, y pude cumplir el sueño de subir al Alma Máter.