No son ajenos a nadie los vericuetos de la moda, sus pulsos y precisiones, sobre todo económicas, pero así mismo, a nadie –por lo general–, disgusta sentirse aceptado, pues desgraciadamente, el mundo gira hoy en gran medida en torno a las apariencias, a cómo nos vemos en el espejo del otro, siempre presto a juzgar para colocarnos en las casillas correspondientes.

Pero, ¿significa ello renunciar a un modo de vivir auténtico? ¿Bajo cuántos metros de tela, libras de accesorios y capas de maquillaje pueden esconderse las verdaderas esencias de un ser humano? Como nuestra cruzada es contra la intolerancia, no se trata de señalar con el dedo al más disciplinado de los presumidos, pero sí dejar claro una postura en que confiamos es la más saludable: ser tal cual.

Y nos referimos con esto a librar la batalla diaria contra el “qué dirán” y atrevernos a lucir los propios adornos de nuestro ser individual: aquellos atributos innatos que nos hacen sobresalir entre los demás. El intelecto, la solidaridad, el buen sentido del humor, la integridad, el desenfado… todos valores que iluminan una presencia, aun en medio de multitudes.

No es fácil, lo sabemos, ante una industria cultural pletórica de artífices del buen vivir, que prefabrica modelos, tendencias y estatus que luego las audiencias, en el sentido más amplio de la palabra, ceñirán sobre sus cuerpos, sepultando así sus más bellos destellos de exclusividad. Subirle la cremallera al vestido de las apariencias es difícil; en su camino de dientes metálicos quedan atascadas insuficiencias monetarias, libras de más, tallas reducidas…, otras que terminan por socavar la autoestima y la confianza, elementos fundamentales, vitales para la felicidad.

Cultivemos lo de adentro, el soporte que podrá o no cargar los atrezzos porque ya lo dijo el Maestro: “quien lleva mucho adentro, necesita poco afuera” y quizás la carga luego, se nos vuelva menos pesada.