A veces parecieran ser las mujeres las únicas perjudicadas por la violencia de género; sin embargo, tanto ellas como ellos son víctimas de agresiones de diverso tipo, sobre todo de algunas mucho más sutiles, pero igualmente lacerantes: lobos y lobas en piel de cordero que, agazapados a la sombra del victimismo, ejercen las más despiadadas formas de coerción.

Colocarse siempre como perdedores u ofendidos a veces es una poderosa arma contra las acciones ajenas, a las cuales les hace perder su espontaneidad al quedar atrapadas en las arenas movedizas del temor a lastimar.

Cualquier palabra pudiera ser un cuchillo ante la debilidad exagerada de estos maestros del performance. Con agilidad de asesinos, manipulan los sentimientos e intenciones de su pareja, hasta reducir sus expresiones a un balance constante y fatigador sobre lo que sería, en este caso, amorosamente correcto o no.

En ese juego macabro donde el camuflado depredador interpreta con pericia los papeles de víctima y victimario, el escenario afectivo se convierte en campo de batalla y las caricias en urdimbre de recelos donde la transparencia entre las almas pasa a ser solamente un cristal frío, a través del cual pareciera poder verse hacia al otro lado pero en realidad no es así.

Cuando al amor le cuesta sobrevivir y se siente por momentos diluido en un cóctel de sentimientos dañinos: compasión, lástima y a veces miedo, valdría bien la pena preguntarse dónde quedan las condiciones mínimas para sostener una vida de dos, aquellas referidas a la aceptación, el respeto e, incluso, la admiración. Así, es muy difícil… casi imposible.