
La primera vez que fui a Mantilla tendría unos 6 años y era el cumpleaños de mi primo. Disfrutaba la ensalada fría en un pequeño taburete en el que logré sentarme cuando las ganas de orinar me hicieron abandonarlo. Al regresar el puesto había sido ocupado por otro niño y ante mi mirada absorta, su madre me dijo así: “El que fue a Mantilla perdió la silla”.
“¿Mantilla? No, señora, yo fui al baño”, quise responderle, pero la rabia no me dejó y estuve el resto de la fiesta atada a un espacio de banco, por ello no hubo para mí ni trencito, ni piñata; aunque sí un aprendizaje que habría de acompañarme durante mucho tiempo. Años más tarde, cuando llegué a casa ahogada en llanto porque mi papel en la obra de fin de curso había sido otorgado a otra muchacha a causa de mis tardanzas, debí escuchar nuevamente la frase: “El que va a Mantilla…” “sí, ya sé, ¡perdió la silla!”.
La misma que perdí al rechazar a aquel muchacho quien tantas veces me invitó a tomar helado y contar estrellas o cuando no presenté mi ensayo sobre literatura latinoamericana en aquel concurso; siempre por estar haciendo cosas que al final no resultaron ni tan fructíferas ni importantes.
De tal manera, Mantilla (la metafórica, no el reparto habanero) se convirtió en mi más repudiado lugar en el mundo, el que no desearía visitar jamás, pero desde luego, si no hubiera sido por la consabida frasecilla no conociera hoy sobre el valor de las posibilidades y del tino necesario para saberlas aprovechar.
Ahora, ante cada oportunidad, vislumbro una bifurcación de caminos con su tótem y dos flechas señalando diferentes destinos. Una, en letras rojas advierte: MANTILLA; la otra en blancas anuncia: ¡LA VIDA!
No importa cuantas veces lo visites si no la enseñanza de cada viaje.La vida es solo una y con Mantilla debemos compartirla.