Ocho letras, entre artículo y sustantivo, no alcanzan a expresar, mi Habana, el cúmulo de sentimientos que se desata garganta abajo cuando caminando por tus calles encuentro las señales de mi destino. Allí donde la vida se negó a depositar lo bello, tú transformas en maravilla lo cotidiano, el cansancio en recompensa, el dolor en esperanza. En ese trastocar oscuridad por luz, se escurren tus años que ya cuentan 500.

Mencionarte sería evocar todos mis sueños, el tiempo invertido en crecer, los desvelos de mis padres, los anhelos de mis amigos… sería lanzar al aire una canasta de suertes que, entrelazadas todas bajo el manto de tus designios, reflejan mis pasos por tus caminos.
Andarían entonces en tropel de ventisca aquellos primeros amores, las lecciones escolares, las enfermedades salvadas de la mano de un médico solidario y tantas otras de esas indecibles que solo en la soledad más profunda ascienden con claridad al espacio de la conciencia.
Tú protegiste mis días y si alguna vez me alejé abrumada por el bullir incansable de tus calderas, tuve que regresar redimida, porque sin ti, todos los saben, no se puede vivir.
Decir tu nombre sería, en resumen, decir el mío, asumir una terrible pero hermosa dependencia hacia los olores de tu bahía cuando se carga de barcos y del cantar de miles de pájaros anidando en tus árboles antes de la caída del sol. Por eso, Habana mía, no sabría bien si gritarte a los cuatro vientos o guardarte celosa en mi pecho, ese lugar donde jamás podrán hacerte daño y desde el cual, a su vez, me salvas de mis propios males.
Muy hermoso su artículo.