
La disyuntiva de ofrecer un lugar a una colega que pedía “botella” frente al semáforo, duró apenas unos segundos en los cuales una vez dentro del vehículo la luz verde rebotó contra el parabrisas y la agente –que observaba a unos metros– me indicó estacionar en un espacio fuera del tránsito. Fueron segundos-siglos de tremenda vergüenza. La suboficial hizo la advertencia correspondiente y cada palabra tenía el peso de un huracán al recordarme las consecuencias de esta imprudencia en la vía.
Cuando llegué a la oficina, aún sentía el rubor producido por la llamada de atención, específicamente porque ando “con cien ojos” para guiarme por las indicaciones dispuestas en la Ley 109, y puedo ofrecer testimonio –cada día– de choferes cuyo comportamiento es propio de quien se enajena por la adicción a las series y filmes de violencia donde los conductores actúan como si la vía fuera un campo de batalla.
Ningún vehículo, ni el más moderno, deja de ser una máquina en la cual se puede producir un desperfecto técnico que gravite en las secuelas de la velocidad, por ejemplo, como ocurrió en la concurrida calle de San Lázaro, cuando un almendrón de color verde irrumpió en estampida con “acrobacias”, entre vehículos (centímetros) y casi a punto de lanzar a dos pasajeros de una moto eléctrica se escurrió por una de las calles en busca de la avenida Antonio Maceo (Malecón).
Escribo porque la accidentabilidad es cada vez mayor en la ciu-dad. Y por la decisión de devolver el gesto a la agente, días después, con una rosa que aceptó sin borrar de sus ojos la perpetua advertencia de exigir y aplicar la ley, al velar por mi vida y la de los demás.